lunes, 27 de julio de 2015

Tentaciones Irresistibles Parte 2: Capítulo 68

—Vale.
Pero en vez de correr a la puerta delantera, se fue por el pasillo y volvió con una botella de protector solar. Se la dio y esperó con paciencia, como si esperaba que se la pusiera él.
—Bien —dijo él lentamente—. Así no te quemarás.
—Mami dice que es importante protegerse —extendió hacia él un brazo imposiblemente pequeño.
Pedro se echó crema en su mano izquierda y luego utilizó la derecha para extenderla en la piel de la niña. Podía rodear el brazo con el pulgar y el índice y tenía la sensación de que podría romperle un hueso con la misma facilidad. Si aún era tan pequeña, ¿cómo habría sido al nacer? Paula debía de haberse sentido aterrorizada, pero lo había superado sola. No había huido ni intentado escapar.
A diferencia de él. Ignoró los fantasmas de su pasado y terminó de aplicar la crema. Luego salieron.
—Quédate en este lado de calle —le dijo.
—Ya lo sé —suspiró Luz—. Mami siempre me dice por dónde puedo montar. Seré buena.
Abrió el garaje y la ayudó a ponerse el casco. Luz montó en la bicicleta y se fue por la acera. Las ruedas traseras de apoyo le proporcionaban estabilidad y montaba con toda confianza. Pedro la observó un par de segundos y luego miró a su alrededor, buscando algo que hacer mientras ella quemaba energía.
Vio utensilios de jardinería en un rincón y recordó que había visto a Paula quitar las malas hierbas del macizo de flores delantero. Supuso que mientras se preparaba para la feria de artesanía, habría dejado de lado las tareas del exterior. Quitaría malas hierbas.
Agarró las herramientas y un cubo, pero ignoró los guantes y una especie de estera para proteger las rodillas.
El sol brillaba y hacía calor. Atacó las malas hierbas y todo lo que le pareció que no debía estar allí y fue tirándolas al cubo. De vez en cuando alzaba la vista para vigilar a Luz, que daba vueltas y lo saludaba con la mano cada vez que pasaba.
Unos quince minutos después, la niña de enfrente se unió a ella. Pedro  no recordaba su nombre, pero tenía un año más que Luz y parecía buena chica. Montaron unos minutos más y luego se tumbaron en la hierba, a la sombra.
—Ahora vengo —gritó Luz corriendo hacia la casa. Antes de que Pedro pudiera levantarse para ver qué hacia, volvió con los brazos llenos de juguetes. La otra niña hizo lo mismo y ambas se sentaron en la hierba a hacer... lo que quiera que hiciesen las niñas de esa edad.
Él llegó a la esquina de la casa y siguió por el lateral. Removía la tierra cuando de repente el rastrillo se convirtió en una pala y el surco en un hoyo. «Cavando tumbas», pensó. «Tumbas». Dio un respingo y ordenó a la imagen que desapareciera. Las plantas reaparecieron. Notó el sudor bajar por su espalda. Pensó que no encajaba allí. No podía ser normal...
Oyó voces. Demasiadas para que fueran sólo de Luz y su amiguita. Fue hacia la parte delantera y vio a Luz enfrentarse a un niño varios años mayor que ella. El niño la empujó suavemente y Luz  le devolvió el empujón. El niño empujó con más fuerza y Luz cayó sobre la acera.
Pedro  corrió hacia él y lo agarró por la camisa. Iba a sacudirlo como a un perro cuando oyó que Luz empezaba a llorar. La miró y comprobó que tenía lágrimas en la cara y sangre en la blusa.
—¡No me pegues! ¡No me pegues! —gritó el niño.
—Esto no volverá a ocurrir, ¿verdad? —Pedro lo miró amenazador. El niño movió la cabeza aterrorizado y salió corriendo cuando Pedro lo soltó.
—Deja que eche un vistazo —dijo Pedro, agachándose junto a Luz.
La amiga había desaparecido, igual que el resto de los niños. Pedro examinó la rodilla arañada de Luz y el pequeño corte de la palma de su mano. Luego la alzó en brazos y la llevó dentro.
La sentó en la encimera, desinfectó las heridas y le puso tiritas que encontró en una estantería. Después le limpió el rostro con una toallita húmeda.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó.
—Esos niños vinieron y dijeron que jugábamos a cosas de bebés —sollozó ella—. Yo les dije que no.
—Te enfrentaste a ellos —dijo Pedro—. Tu amiga no.
—Natalie se asustó y se fue corriendo a casa. Yo también tenía miedo, pero no somos estúpidas y esos niños no tenían razón. A veces se meten con otros más pequeños que ellos. No me gusta.
El niño debía de ser dos o tres años mayor que Luz, pero ella no se había amilanado. No supo qué debía decirle. ¿Que era bueno defenderse, pero que luego debía aceptar las consecuencias? ¿O aconsejarle que era mejor evitar los problemas e ir sobre seguro?
Miró sus grandes ojos, desconcertado. ¿Cómo diablos sabía Paula qué decir cada vez? Deseó estar en cualquier sitio menos allí. Pero Luz dependía de él en ese momento.
Ella estiró los brazos hacia él, expectante.
—¿Qué? —preguntó Pedro.
—Tienes que darme un abrazo y un beso en las heridas para que se pongan bien.
Sintiéndose incómodo y estúpido, Pedro la rodeó con sus brazos. Tuvo cuidado de no apretar demasiado. Luego besó las tiritas.
—¿Quieres que vayamos a ver una película? —preguntó Luz con una sonrisa—. Podríamos ir al centro comercial, comer allí, ir de compras y al cine.
Eso equivalía al séptimo nivel del infierno. ¿Pero quién era él para rechazar la oferta de una niña de cinco años con espíritu de guerrera?

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