viernes, 17 de junio de 2016

Propuesta Arriesgada: Capítulo 39

—¡Tú les hiciste pensar a propósito que… que tú y yo dormimos juntos! —lo miró furiosa. —¡Basura!

—Sí, lo hiciste, eres un. ..

—No quiero hablar de eso, Paula.

—Pues que lastima, porque yo sí —estaba iracunda—. ¿Qué pasa Pepe? ¿Es imperioso para tí hacer que tus amigos piensen que dormimos juntos aunque no sea cierto?

Pedro la miraba con frialdad.

—Permití que Melina y Jonathan pensaran eso porque la última vez que los vimos, era evidente que íbamos a dormir juntos. ¿No se te ocurrió pensar que hubiera sido más vergonzoso actuar como si nos odiáramos?

¿Odiarse? La ira de Paula desapareció. Ella no lo odiaba, lejos estaba de eso, sin embargo, parecía que él sí la odiaba.

Pedro encendió el televisor una vez que llegaron a la casa y puso varias cervezas junto a su asiento mientras esperaba que el partido comenzara. Paula no quería hablar; estaba demasiado triste para iniciar una conversación. Ella. Paula Chaves, la chica que había jurado que ningún hombre la iba a lastimar otra vez, se había enamorado de un ser al que no le importaba nada. De pronto él se levantó y la miró.

—Voy a mi estudio.

—Está bien, pero creí que estabas viendo el partido.

—No es tan bueno como otras veces.

—Yo me iré a dormir —dijo resignada.

—No te vayas por mi causa, si no te gusta el fútbol puedes cambiar el canal.

—No —ella sacudió la cabeza—, me siento cansada. Tal vez pueda dormir a pesar de la tormenta.

—Lo dudo —él sonrió con tristeza—, ya comienzan a retumbar los truenos.

—¿Puede entrar Sheba?

—¿Quieres que entre? —él enarcó una ceja.

—Sí.

—Está bien —él levantó los hombros—, nos veremos mañana, ¿vas a cabalgar conmigo?

—Sí —contestó de inmediato, Pedro le hacía la misma pregunta todas las noches esperando que se negara, pero no lo haría. Amaba la cercanía entre ellos que había en sus paseos matutinos y no estaba dispuesta a renunciar a ellos.

—A las siete en punto —dijo y se retiró.

Ella miraba acongojada a los hombres que se movían en el campo de juego; de pronto, un relámpago que iluminó toda la casa, la hizo salir de su meditación. Se levantó de prisa, apagó el televisor y dejó entrar a Sheba.

—Te comprendo, pequeña —se inclinó para acariciarla—, es horrible, ¿no es cierto?

A Sheba no le molestaban las tormentas, pero era agradable tener a alguien con quien hablar. No había duda de que si él supiera el gran temor que le inspiraban, se quedaría con ella, pero no era la compañía forzada de él lo que quería. Aunque ya había cerrado las cortinas, todavía veía los relámpagos, el cielo se ponía rosado por algunos segundos antes de que todo se oscureciera de nuevo, luego, los truenos…Pedro había augurado que sería la peor y parecía que los impactos eran sobre la casa ya que se sacudía desde los cimientos.

Minutos después. Paula ocultaba la cabeza en las sábanas, deseando que la tormenta cesara pero sabía por experiencia que continuaría por horas. Por lo general, las tormentas no la ponían nerviosa porque en Inglaterra nunca había visto tantos relámpagos. ¡No podía soportarlo más! Podría no gustarle a Pedro y no aceptarla en el estudio, pero no podía quedarse sola un momento más. Se puso la bata y se dirigió a tientas al estudio.

Se detuvo antes de entrar, dudaba hacerlo pero un trueno la hizo llamar de prisa a la puerta. Él estaba absorto, mirando el lienzo que tenía frente a él. Por algunos momentos Paula olvidó la tormenta al ver el lienzo en blanco.

Pedro había estado allí durante horas y todo lo que tenía que ofrecer era un lienzo en blanco.

—Pepe…

Él se volvió, atontado.

—¿Paula?

—Yo… la tormenta —le mostró su incomodidad con un gesto—, no podía dormir.

—No debiste subir.

Ella tragó saliva, no entendía lo que él decía.

—Yo… yo tenía mucho miedo, pensé que tal vez podría venir y sentarme aquí junto a tí.

—No —él negó con la cabeza.

—¿No?…

—No creo —todavía hablaba con un tono extraño.

—Bueno, si no me quieres aquí… —sentía un nudo en la garganta—, regresaré a mi habitación.

—No dije eso… tú…

—¡Pepe!… —ella gritó al momento que se apagaron las luces y todo quedó en absoluta oscuridad—. Pepe, ¿en dónde estás? —no intentó ocultar su miedo—. Pepe… —anduvo a tientas en la oscuridad.

—Aquí estoy, querida, no te asustes —le dijo al oído abrazándola por la cintura—. Aquí estás.

—¡Oh, Pepe! —sollozó y se abrazó de él—, abrázame. Pepe, abrázame.

—Tengo que hacerlo. ¡Oh, Dios mío, Pau, tengo que amarte! —la besó con pasión desenfrenada.

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