viernes, 24 de junio de 2016

La Usurpadora: Capítulo 1

—¡Priscilla! ¿Cómo estás?

Paula parpadeó y al alzar la vista vió a un hombre alto y atractivo frente a ella y sonrió con pesar.

—Lo siento —su acento americano era muy notable en contraste con el inglés de él—. Me temo que se equivocó de persona —se volvió con una sonrisa de disculpa deseando haber sido la tal Priscilla.

El hombre de ojos azules la tomó del brazo evitando que cruzara la calle.

—Oye, no le diré a Peter que andabas sola por el Soho.

Paula frunció el ceño y mostró sorpresa en los ojos color café que contrastaban con su cabello rubio. Como había vivido en Estados Unidos la mayor parte de su vida, tuvo curiosidad de conocer el país donde había nacido y en el que vivió hasta la edad de un año, de donde su madre se la llevó después de la muerte de su marido.

—Lo siento —le repitió al joven—, pero está equivocado.

Él no se mostró convencido.

—Me encanta el acento —sonrió—, pero te conozco demasiado bien para que me engañes Con eso —le rodeó la cintura con un brazo y sus dedos se extendieron peligrosamente hacia el seno.

Paula se puso rígida. Al parecer, él y la chica con la que la estaba confundiendo eran más que conocidos.

—¿Sería tan amable de quitarme las manos de encima? —le pidió altiva y se echó sobre el hombro su largo cabello.

Él frunció el ceño pero no hizo ningún intento de soltarla.

—No tienes por qué portarte así, Priscilla. Reconozco que estoy un poco dolido por la forma en que terminaste las cosas entre nosotros el año pasado, pero Peter…

—No conozco a ningún Peter, ni a usted tampoco. ¡Y si no me suelta llamaré a un policía! —miró a su alrededor en busca de uno, porque jamás pensó que un hombre tratara de entablar conversación en forma tan osada.

—Está bien, está bien —el hombre hizo una mueca—, no necesitas molestarte. Si quieres seguir fingiendo que eres una turista americana, está bien.

Ella no fingía ser nada, aunque aquella no era una zona apropiada para perderse, y eso era ella: una turista americana. Sólo esperaba que la tía Susana no se fuera sin ella, porque como sólo hacía dos días que había llegado a aquel lugar no tenía idea de cómo regresar a su casa.

—¿Podría ser tu guía? —el hombre la miró de reojo—. Oye Priscilla, eso podría ser divertido. Podríamos…

—Ya tengo guía —lo interrumpió fastidiada por el hecho de que todavía creía que era la otra mujer. Parecía como si no conociera muy bien a Priscilla, lo que hacía más sorprendente su terquedad acerca de su identidad. ¡A menos que así fuera como acostumbraba entablar conversación con las mujeres!

—Oh, ya veo —sonrió con amargura—. Apuesto a que Peter no sabe acerca de esto… y desearía no haberlo sabido yo tampoco —se inclinó y la besó en la boca—. Nos veremos el fin de semana.

Paula se quedó mirándolo aturdida. No era una puritana, la habían besado antes, pero jamás un extraño.

—¡Paula! —la tía Susana llegó sin aliento a su lado—. ¡Gracias al cielo que te encontré!

Paula se volvió, el extraño galanteador ya perdido en la multitud.

—Debo haberte perdido en la última tienda —sonrió, disculpándose.



Susana Schulz era una dama agradable de cuarenta y ocho años, rubia y de rostro atractivo. Era hermana de la madre de Paula y a pesar de que las hermanas habían estado separadas durante los últimos veinte años, se escribían numerosas cartas, tanto así, que Paula sintió como si ya hubiera conocido a su tía cuando se vieron por primera vez dos días antes, y le simpatizó de inmediato.

El viaje a Inglaterra era para Paula una especie de convalecencia. Su madre y padrastro habían muerto seis meses antes en un accidente automovilístico, y además de dejarla huérfana, también quedó con las piernas lesionadas, arruinando por completo su carrera como modelo que comenzaba a dar frutos.

Tardó seis meses en que le sanaran las heridas, tanto emocionales como físicas y después de su última visita al médico, hizo arreglos para visitar a sus parientes ingleses, encontrándose con que era una muchacha muy rica a la muerte de su padrastro, Manuel Gonzalez. Habían sido una familia unida, Manuel adoptó a Paula cuando se casó con su madre y fue muy desconcertante encontrarse de pronto sola.

La tía Susana se encariñó con la chica enseguida, ya que ella y el tío Arturo no tenían hijos. Paula se entristecería cuando llegara el momento de partir. Pero eso no sucedería de inmediato sino un par de semanas más tarde.

—¿Quién era ese hombre —la tía frunció el ceño— con el que estabas hablando?

—No tengo idea —la joven encogió los hombros y juntas caminaron de regreso al centro de la ciudad.

—¿No lo conocías? —la tía agrandó los ojos.

—No.

—¡Pero lo ví besarte! —arguyó la tía Susana, escandalizada.

—Creo que trataba de conversar conmigo —Paula sonrió—. No fue una forma muy buena de abordarme… fingió creer que yo era otra persona. ¡Nada original!

—¿Con quién te confundió?

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