domingo, 12 de junio de 2016

Propuesta Arriesgada: Capítulo 25

Ella le sonrió en respuesta.

—Sí, lo recordaré —prometió.

—Vamos a comer —él se dirigió al refrigerador—. ¿Quieres una cerveza o vino? Creo que hay, a Sabrina le gustaba tomar vino con su comida.

Sabrina ¿la prometida de Diego y la qué de Pedro? ¿Su amada muerta?

—Creo que tomaré agua, gracias —lo rechazó, altiva.

La comida estaba casi carbonizada, sin embargo Pedro comió todo sin protestar.

—Mañana te saldrá mejor —la compadeció viendo que había dejado casi todo.

—Eso espero. Pepe, hace un rato, después… de… que te enfadaste conmigo, ¿subiste a tu cuarto de trabajo?

—Sí.

Ella se humedeció los labios, su curiosidad era incomparable.

—¿Por qué? —él lanzó un suspiro—. Algún día tendrás que saberlo, así que puede ser ahora. Ven y te mostraré.

—Si tú prefieres que no… —se detuvo.

—De todos modos tienes que saberlo si vas a aceptar mi sugerencia —él levantó los hombros.

—Tu… ¿tu sugerencia tiene que ver con tu trabajo?

—Sí —él tendió una mano.

Confiada, ella lo aceptó. Sheba estaba echada al fondo de la escalera como si cuidara el cuarto.

Pedro sonrió al ver que la perra levantó la cabeza como preguntándole qué hacía.

—No le hagas caso, está molesta porque nunca le permito que esté arriba conmigo.

Paula saltó sobre el animal siguiendo el ejemplo de Pedro.

—Tal vez no le guste que yo suba contigo —lo último que Paula quería era no simpatizarle a la perra.

—Puede soportarlo —él rió.

Era un estudio, el de un artista. Las paredes no tenían sino una pintura grande, de una chica de cabello oscuro y ojos sonrientes. ¡Sabrina!

Pedro se dirigió al retrato como atraído por un imán.

—La primera y única pintura de Sabrina —dijo para sí—, y la pinté después de que murió —su voz temblaba de emoción.

—Es una obra bellísima —comentó Paula, turbada.

—Sí —reconoció él sin orgullo—. Ella era un buen tema para pintar como creo que tú lo serás.

Paula se quedó pasmada.

—¿Quieres pintarme, a mi?

—Ya hasta tengo el nombre: Inocencia.
Ella se sonrojó.

—Oh. ¡Dios mío! tú eres Alfonso —se quedó boquiabierta después de ver la firma al pie del retrato de Sabrina. Miró a Pedro aturdida. ¡Tú eres Alfonso! —repitió.

—¿Has oído hablar de mí?

¿Oír hablar de él? Pero si había admirado sus cuadros durante años, desde que vió una ilustración en uno de sus libros de la escuela. Por lo general pintaba las montañas del Canadá o los alrededores nevados, pero los que le gustaban más, eran los de los indios canadienses. Ahora entendió su riqueza, la razón por la que Melanie se mostró tan sorprendida cuando le preguntó si era un ranchero. Este hombre era un genio artístico.

—¿Por qué te hospedaste en ese horrible motel? —preguntó, mirándolo anonadada.

—No me gusta que me reconozcan. En un hotel grande hay más posibilidades de ello. Es increíble pero en este país se me aprecia mucho.

—No sólo aquí, en el mundo entero. Apenas puedo creer que estoy hablando contigo —Paula sacudió la cabeza.

Pedro enarcó una ceja, burlándose del repentino asombro de ella.

—Todavía soy el mismo que comió contigo y el que quería dormir contigo — añadió burlón.

—Ya lo sé —la chica se ruborizó—, pero es que… me… me encantan tus pinturas —lo miró—. Tenía dos de tus obras en casa, pero tuve que deshacerme de ellas —explicó, triste.

—¿Cuáles tenías?

—¿No me crees? —preguntó impetuosa.

—Yo sólo pregunté, Paula.

—Lo siento —murmuró—. Eran Sumel e Indian Land.

—Son dos de mis favoritos —movió la cabeza afirmando—. Bueno, ahora tú puedes ser un original de Alfonso.

—¿Quieres pintarme? —Paula palideció.

—Sí.

—¡Dios mío! —estaba atónita—. Sería un honor… no sé qué decir…

—Todavía no sabes cómo quiero pintarte, Paula —le recordó.

—¿Cómo?

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