lunes, 31 de octubre de 2016

Hechizo De Amor: Capítulo 1

Tenía calor. Estaba cansada del viaje en avión. Se le había hecho tarde. Muy tarde. Y el camino hacia Los Robles era como una de esas interminables carreteras de campo que no conducen a ninguna parte. Con un suspiro de impaciencia, Paula Chaves se secó el sudor de la frente e intentó relajar los músculos del cuello. Para colmo de males había estado quince minutos en un atasco, entre limusinas y choferes que llevaban invitados a alguna boda.

Ella iba conduciendo su coche, un Mazda rojo convertible, y llevaba la misma ropa con la que había salido de Yemen veinticuatro horas antes. Un traje de lino verde de estilo modesto, arrugado ahora, una blusa con cuello cerrado y unas zapatillas verdes que le estaban haciendo daño. No llevaba maquillaje. Casi no había dormido. Y no la esperaba nada placentero en las siguientes horas. Llegaba tarde a la boda de su madre. A la quinta boda de su madre, para ser precisa. Esta vez se casaba con un hombre llamado Horacio Alfonso. Un hombre rico con un hijo llamado Pedro, que tenía aterrada a Alejandra, según había dicho ella misma. Pedro sería el padrino y Paula la dama de honor. Se había pasado las últimas horas negociando con unos barones ricos en petróleo. No se iba a intimidar por un playboy de Toronto llamado Pedro Alfonso.

La boda estaba programada para las seis de la tarde, y en aquel momento eran las cinco y cinco. Tardaría varios minutos en pasar los portones de seguridad de hierro forjado de la entrada de la propiedad de Horacio Alfonso. Haría falta un milagro para poder llegar a Los Robles y que la harapienta que estaba hecha se transformase en deslumbrante dama de honor. Todas las damas de honor deslumbraban, ¿No? ¿O esa era la novia? Paula no lo sabía. Ella no había sido nunca una novia y no tenía intención de cambiar de estado civil. Ese papel se lo reservaba a su madre. Había robles a los lados del camino, la hierba parecía de terciopelo y las cercas estaban pintadas de blanco. El novio era rico, sin duda. «Sorpresa, sorpresa», pensó Paula cínicamente. Aunque su madre era una romántica, aún le quedaba casarse con un hombre pobre.

A través de las cercas, Paula podía ver campos abiertos y plácidos grupos de yeguas y caballos, y por un momento se olvidó de lo imperdonablemente tarde que era. Se había acordado de meter en la maleta el equipo de montar en los diez minutos que había parado en su chalé de Taranto. Al menos podría tener alguna experiencia agradable en aquella boda; montar a caballo.

Vió que la carretera se ensanchaba y llegaba hasta una zona de arbustos y unas estatuas alrededor de un camino circular. La casa era una imponente mansión georgiana, con muchas contraventanas y chimeneas. Ignorando las indicaciones de los dos hombres uniformados que estaban haciendo señas a los coches hacia una zona de estacionamiento debajo de unos árboles, Paula se salió de la fila, y paró cerca de la puerta de entrada. Salió del coche y del asiento de atrás recogió su maleta y las perchas que tenían los vestidos. Le dolían todos los músculos. Se sentía fatal. Y tenía peor aspecto aún. Corrió a la puerta de entrada. Estaba flanqueada por dos faroles pintados de verde. Cuando fue a tocar el timbre, se abrió la puerta.

—Bueno… —dijo una voz burlona de hombre—. La señorita Chaves llega tarde.

Paula se quitó de la cara un rizo rubio suelto que había sido parte de un pulcro peinado hacía veinticuatro horas.

—Soy Paula Chaves, sí —dijo ella—. ¿Podría llevarme a mi habitación, por favor? Tengo prisa.

El hombre la miró insolentemente de arriba abajo, desde el pelo despeinado hasta los zapatos llenos de polvo.

—Muy tarde —agregó él.

Por un momento ella pensó que aquél podría ser un mayordomo poco convencional. Pero aquel hombre que bloqueaba su paso a la casa jamás podría haber sido sirviente de nadie. No. Era el tipo de persona que daba órdenes, y que esperaba, si ella no se equivocaba, que las obedecieran inmediatamente.

¿Un mayordomo? ¿Estaba loca?, pensó Paula. Era el más magnífico espécimen de hombre que había visto en su vida. Alto, moreno y atractivo era poco para describirlo. Ciertamente era alto, unos cuantos centímetros más alto que ella. Su pelo era negro y sus ojos oscuros como la roca volcánica, y cuando por un momento Paula dejó volar la imaginación, lo vió como un hombre que solo le llevaría devastación y pena. «¡Oh, basta!», se dijo. Había muchos hombres de pelo negro y ojos oscuros. En cuanto a lo de su atractivo, sus facciones eran demasiado fuertes, demasiado impregnadas de energía masculina como para llamarlo así. Era atractivo como lo podía ser un oso polar, pensó.

Llevaba un traje caro y una camisa impecablemente blanca, una indumentaria sofisticada y urbana. Aunque tenía un aire peligroso y salvaje, más que urbano y sofisticado. Ciertamente no disimulaba el ancho de sus hombros, su vientre uso y caderas estrechas. Muchos hombres tenían cuerpos bonitos, pero aquel hombre tenía un magnetismo masculino que salía de cada uno de sus poros. ¿Qué mujer digna de serlo se le resistiría? «Yo», se contestó Paula. ¿Qué le pasaba? Ella nunca se dejaba llevar por el aspecto de un hombre ni por su carisma sexual, algo que le había servido durante años. Le había evitado cometer errores como los que había cometido su madre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario