—Ya están avisados. Las furgonetas de la policía nos esperan para llevarnos al hospital, ¡corre!
—Voy para allá.
Mientras Elena hablaba, Carlos ya había empezado a apagar el ordenador. Había información demasiado confidencial en los archivos para dejarlos abiertos. Cuando terminó, tomó su cartera y corrió hacia las escaleras. Antes de llegar al vestíbulo, pudo oler gases nocivos y oír las sirenas. Cuando abrió la puerta principal, parecía que estaban en estado de guerra. Los bomberos y la policía, protegidos con máscaras de gas, estaban sacando a las personas de sus casas y conduciéndolas a los vehículos. Había media docena de camiones de la compañía de gas estacionados en la calle. Trabajadores de uniforme cubiertos con máscaras empezaban a entrar en el instituto buscando la fuente del problema. Carlos sacó un pañuelo del bolsillo y se cubrió la naríz y la boca. Cuando subió a la furgoneta de la policía y el vehículo arrancó, no sólo estaba tosiendo sino llorando profusamente. Dos de los trabajadores de la compañía de gas observaron cómo el último cargamento de ocupantes se alejaba antes de subir corriendo las escaleras del edificio.
—Maldita sea, T.J. Habría apostado todas mis medallas a que Paula Chaves estaba escondida aquí dentro.
-¿Qué hacemos ahora, coronel?
-Seguramente habrá un ordenador. Busquemos uno y entremos en el sistema. Buscaremos cualquier dato sobre Paula Chaves o Carlos Gordon.
T.J. abrió una puerta del vestíbulo principal.
— ¿Coronel? He encontrado uno aquí dentro. El que salió de la habitación se olvidó de apagarlo. Va a ser pan comido.
—Está bien, adelante. Sólo disponemos de unos minutos hasta que alguien nos pregunte qué estamos haciendo aquí cuando se supone que todo el mundo debe estar fuera.
—Lo sé, señor. Vaya, hay una lista de nombres junto al ordenador. Carlos Gordon tiene la extensión 220. — ¿ diablos estará su despacho?
—Lo llamaré por la línea interna. Así podrá seguir el ruido del teléfono hasta allí.
—Buena idea. Mientras tanto, accede a esos archivos.
—Sí, señor.
Marcos tardó más tiempo del que hubiese querido en localizar que el timbre provenía del segundo piso. Recorrió el pasillo y entró en la habitación en cuestión.
— ¿TJ? — dijo descolgando el teléfono—. He localizado su despacho, la habitación 220. Deberíamos haberlo adivinado. Pero el ordenador está apagado. ¿Has encontrado algo sobre Paula Chaves?
—No, todo está codificado. Cualquiera diría que este lugar pertenece a la CIA. Vamos a necesitar mucho más tiempo para entrar.
—Maldición. No lo tenemos.
—Encienda el ordenador y mire si puede encontrar algo.
Marcos se sentó detrás del escritorio y pulsó las teclas. En la pantalla apareció un mensaje que le pedía que pulsara la tecla Enter. En cuanto lo hizo, la pantalla se puso de color azul y el ordenador emitió un pitido tan agudo que le hizo daño en los oídos. «Acceso ilegal» era el mensaje que no dejaba de parpadear.
—Diablos —murmuró Marcos antes de apagar el ordenador.
— ¿Qué era eso, coronel?
—Está a prueba de intrusos —furioso, registró los cajones y los artículos que había sobre la mesa. Fuese quien fuese aquel tipo, no había dejado ninguna pista a la vista—. Vuelvo contigo. Si no podía conseguir lo que quería de un modo, lo haría de otro. T.J. lo estaba esperando en el vestíbulo.
—Parece que tendremos que recurrir a otro plan, coronel. Confiaba en que no fuera necesario.
—Yo tampoco —repuso Marcos—. Pero el general dijo que hiciéramos lo necesario para hacer el trabajo. ¿Trajiste lo que el médico nos dio?
—Sí, señor, está en la furgoneta.
—De acuerdo. Iremos al hospital Maywood y nos disfrazaremos de enfermeros En cuanto el señor Gordon nos diga dónde podemos encontrar a Paula Chaves, le daremos un pequeño regalo por su cooperación No sabrá lo que le ha ocurrido, igual que a ese bastardo de Draco.
—No quiero que me acusen de matar a nadie, coronel.
— ¿De qué hablas, TJ? Draco sigue vivo.
— ¿Pero cómo sabremos que algo no va a salir mal, como con el padre de la chica?
—Porque el médico dice que no. Mira, te he estado haciendo muchos favores, T.J. No metas la pata ahora si quieres esos galones, ¿Me oyes?
—Sí, señor.
—Bien. Entonces salgamos pitando de aquí.
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