Pero al final resultó que sólo había utilizado a su hermana para pasar unas vacaciones gratis en Chamonix. De regreso al internado, se había distanciado de ella sin explicación alguna. Su abandono causó otra herida a Caro que nunca había llegado a cicatrizar del todo. Pedro lamentaba profundamente el incidente y no estaba dispuesto a permitir que nadie volviera a hacerle daño. Más que nunca, comprendió lo mucho que Caro necesitaba a su hijo.
-¿Puede venir un momento a mi despacho?
—Por supuesto. ¿Quiere que lleve a Ariel?
— ¿Quiere verme?
—No. Está tumbado en el suelo viendo fotos del último número de National Geographic.
—Bien. Seguramente no se dará cuenta de que deja su escritorio por un momento.
-Enseguida estoy con usted.
Según Carlos, Pedro Alfonso, el director de Navíos Alfonso, pasaba la primera quincena de cada mes en Atenas y la segunda en Nueva York. Paula no se había presentado en su despacho el veintitrés de noviembre por casualidad. Observó cómo su secretaria desaparecía en el interior de su despacho. Cómo no, la petición del número de teléfono y dirección de Caro había provocado una reunión privada. Las personas con tanta fortuna y fama como la familia Alfonso tenían que proteger a los suyos. Nunca había visto al hermano mayor de Caro, pero Carlos le había mostrado fotografías recientes de los tres miembros del atractivo clan. De los dos hermanos, Pedro era el más alto y más corpulento. Al contrario que el sonriente Federico, que llevaba el pelo un poco más largo y daba una imagen más seductora, los rasgos duros e indiferentes del hermano mayor le conferían un aspecto más impactante pero menos accesible. Por lo que sabía, Pedro se parecía a su conocido padre, Horacio Alfonso, un ministro importante del gobierno griego ya fallecido. Fede y Caro, por el contrario, se asemejaban más a su madre, que había muerto hacía años.
Mientras esperaba, el niño, seguramente el hijo de la secretaria, levantó la cabeza de la revista. Tenía una hermosa tez y unos ojos de color aceituna que la miraban expresivamente. Caro solía mirarla así.
—Hola —no pudo resistirse a hablar con él, preguntándose si el niño podría ser un Alfonso. De ser así, Carlos no le había dado noticia sobre su existencia—. Me llamo Paula. ¿Tú cómo te llamas?
—Ariel.
El niño se puso en pie. Parecía alto para su edad, delgado y hermoso. Llevaba un jersey de color azul marino, con pantalones a juego y zapatillas de deporte.
—Me gusta tu nombre. Parece griego. ¿Sabes hablarlo? - preguntó en griego, ansiosa por practicar con alguien que no fuera el párroco de la iglesia ortodoxa. El niño contestó con fluidez, impresionándola con su bilingüismo. Los dos sonrieron al mismo tiempo. De nuevo tuvo la impresión de que la sangre Alfonso corría por sus venas.
—He estado aprendiendo griego —dijo Paula de nuevo en inglés—. Pero sé que cometo muchos errores.
—Hablas mejor que Barbara.
— ¿Quién es Barbara?
—Limpia la casa.
—Ah.
— ¿Tienes hijos?
Paula movió la cabeza.
—No, pero si los tuviera, querría uno igual que tú. Sus ojos se iluminaron.
— ¿De verdad?
Paula asintió. El niño despertaba todo su afecto.
—Yo tengo una mamá, pero no puede cuidar de mí, así que vivo con Analía y Germán. ¿Era Analía la secretaria? Más intrigada que nunca, le dijo:
—Tienes suerte. Yo vivo sola.
— ¿Y no te da miedo?
Sí. Estaba aterrorizada.
—Cuando lo tengo, recuerdo lo que mi papá me dijo que hiciera.
— ¿Qué?
—Decir una oración para sentirme mejor.
—No sé si eso servirá.
— ¿Por qué?
—Porque oí a Analía que le decía algo horrible a Germán.
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