—No —inspiró profundamente—. La mereces. De hecho, pasé la noche escribiéndote una carta en la que te lo explico todo para que puedas tomar las precauciones necesarias.
— ¿Qué precauciones?
—Pedro, por favor, escúchame. En la carta, te adjunto algunos datos sobre mi padre por si quieres verificarlo. Pensaba echarla al correo en el aeropuerto. Lo explica todo, en concreto por qué mi estancia en Grecia podría poner en grave peligro a tu familia —en realidad, no le había escrito sobre su estancia en el Instituto Miguel Angel ni su plan de casarse con Fede, no se había sentido capaz de hacerlo, pero sí sobre lo ocurrido a su padre y los hombres que la perseguían—. Sé que tienes los medios y el poder para proteger a los que amas, pero a veces eso no basta. Si te ocurriera algo, desearía morir —bajó la vista al suelo y habló con voz apenas audible—. Cuando leas la carta, comprenderás lo mala que soy.
— ¿Por qué no me dejas que sea yo quien lo decida?
Con manos temblorosas sacó el sobre de su bolso y se lo entregó. Pedro lo miró por un momento antes de metérselo en el bolsillo de su chaqueta.
—Vamos, el ferry está empezando a llenarse de pasajeros para hacer el viaje de regreso. Iremos en avión hasta Atenas poder hablar a solas y luego a Andros..
—Pero tengo que tomar el avión...
—Al diablo con el maldito avión. Vamos —tomó su maleta y le puso una mano firme en la espalda para conducirla fuera del barco.
Con lo furioso que estaba, Paula no se atrevió a protestar. Pedro la ayudó a subir al helicóptero. Cuando se sentó, le dió una señal al piloto y despegaron de la pista. Consumido por la curiosidad, sacó la carta de su bolsillo y empezó a leer. Cuando terminó, se sentía incapaz de mirar a Paula. Se estaba enfrentando a algo contra lo que ninguna persona podría luchar sola, y sin embargo, al intentar irse sólo había estado pensando en la seguridad de la familia Alfonso. Su instinto protector se desató con tanta intensidad en aquellos momentos que deseó poder llevarla a algún rincón del universo en el que estuvieran solos para amarla, donde nada ni nadie pudiera alcanzarlos.
— ¿Pedro? Hemos aterrizado.
Paula debía de haberlo llamado varias veces. Las alas habían dejado de dar vueltas.
—Así es. Metió las hojas en el sobre y se lo metió en el bolsillo para futura referencia.
—Sé que estás enfadado porque estás muy callado —murmuró Paula mientras él la ayudaba a bajar del helicóptero, que estaba posado en el tejado de su edificio de oficinas.
«Paula, Paula. ¿No sabes que mi enfado no va dirigido a tí» Había tantas cosas que decir, que creía que iba a explotar. Por esa razón no habló hasta que descendieron los peldaños hasta el último piso del edificio y entraron en el ascensor.
—Tienes razón. Me siento un poco violento en estos momentos y preferiría no hablar hasta que no llegáramos a casa.
Cuando llegaron al vestíbulo, subieron a la limusina de la compañía, que los aguardaba a la entrada, y Pedro le dijo al chófer que los llevara a su casa de Atenas. Como no sabía cuánto iba a prolongarse su conversación con Paula, tomó el teléfono del coche y tecleó el número para hablar con Caro en Andros. Melina contestó. Al parecer, ella y Ariel habían decidido ir de excursión sin él. No regresarían hasta última hora de la tarde. El mensaje lo llenó de alivio. Tendría a Paula para él solo todo el día. Pedro estaba sentado a la cabecera de la mesa, con Paula en la silla próxima a él. Una doncella los sirvió en el comedor formal de la casa que la familia Alfonso tenía en Atenas.
—Cuando te pedí que te casaras conmigo —empezó a decir inesperadamente en voz grave—, había pensado en recompensarte con una importante suma de dinero. Después de lo que he leído en tu carta, estoy dispuesto a correr con los gastos necesarios de un equipo legal que investigue la muerte de tu padre.
Paula se quedó sin aliento. En una ocasión, aquellas palabras habían representado su meta en el Instituto Miguel Angel. Sólo que deberían haber sido pronunciadas por su marido, Federico. Había querido que fuese él quien le brindara su protección y su dinero, junto con su amor eterno.
—No podría permitir que lo hicieras.
— ¿Ni siquiera por Ariel y Caro?
-Pedro, no quiero tu dinero —gritó, levantándose de la mesa—. Lo único que me preocupa es tu seguridad. ¡Marcos es un asesino! Pero si piensas —detestó oír el temblor de su propia voz— que puedes proporcionar la seguridad suficiente para proteger a todos mientras yo estoy aquí, entonces, por supuesto que me casaré contigo cuando tú digas. Quiero a Caro y a Ariel. Quiero ayudar. Son madre e hijo y deberían estar juntos.
—Eso es todo lo que quería oír —dijo Pedro en un tono extrañamente satisfecho.
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