— ¡Estamos en mi cuarto, Fede! —llamó Caro a su hermano.
— ¿Quién es? —preguntó.
Su entrada siempre causaba impacto. Para hacerle justicia, era irresistiblemente atractivo, y siempre vestía de forma impecable. Aquella noche llevaba un jersey de seda verde y pantalones negros. El color realzaba su bronceado y su pelo largo y negro le confería una cualidad extravagante que sus admiradoras adoraban. El defecto en su naturaleza que lo volvía difícil e inseguros no se apreciaba a primera vista, ni siquiera a la segunda. Pero como Caro había aprendido a lo largo de los años, existía y podía hacer daño. Quería amarlo tanto como a Pedro, pero por desgracia, su personalidad mantenía a todos a distancia, sobre todo a aquéllos a los que más quería. Ari bajó de la cama y lo miró con admiración.
— ¿Fede? —Caro se puso en pie—. Éste es mi orgullo y mi alegría. Te presento a mi hijo, Ariel —le puso una mano en la espalda—. ¿Ariel? Saluda a tu tío.
—Hola, tío Fede —dijo la voz animada del niño—. He visto un montón de fotografías tuyas. Ganaste una medalla de plata, ¿Eh?
Aunque su hijo no lo supiera, el halago era una de las llaves del complicado corazón de su hermano. El rostro de Fede se quebró con la sonrisa seductora por la que era famoso.
—Ya lo creo que la gané.
— ¿Puedo verla?
—La dejé en casa.
— ¿No vives aquí?
Fede lanzó a Caro una mirada que decía que le sorprendía la pregunta de su hijo.
—No. Vivo en Suiza. ¿Por qué?
—Porque puedo esquiar nada más salir de casa.
Los ojos de Ariel se iluminaron.
— ¿Me enseñarás a esquiar?
Aquella pregunta tan halagadora tomó a su hermano por sorpresa.
—Aquí no hay nieve.
—Mamá dice que podremos ir a tu casa. Si nos dejas —añadió en voz baja.
El encanto de Ariel estaba surtiendo efecto, incluso con Fede, que había estado dispuesto a mandarlo de vuelta a Nueva York sin ni siquiera conocerlo. Por una vez, su hermano se había quedado sin palabras.
—Estoy seguro de que Fede encontrará el momento para darte algunas lecciones de esquí, ¿Eh, Fede? —dijo Caro, imitando conscientemente a su hijo. Pudo ver que su hermano estaba absorto en sus pensamientos. Finalmente, asintió:
—Por supuesto.
— ¡Genial! ¿Juegas a las damas?
Fede se metió las manos en los bolsillos.
—Hace mucho tiempo que no juego.
— ¿Quieres jugar conmigo? Puedes elegir el color.
Caro desvió la mirada, esperando la respuesta. Sentía curiosidad por saber si su hermano se había vuelto demasiado egoísta o insensible por su propio sentimiento de mala educación y sus conversaciones con Erica, para aceptar el gesto inocente de amistad de un niño. No cualquier niño, claro. Ariel llevaba su sangre.
—Me gustan las negras.
Caro exhaló el aliento que había contenido de forma inconsciente.
—A mí también, pero jugaré con las rojas. ¿Mamá? —Ariel se volvió hacia ella—. ¿Puedo jugar con el tío Fede?
—Creo que es una idea magnífica. Yo iré abajo y traeré algo de beber. Fede, ¿Quieres una cerveza?
—Si hay alguna.
—Claro, de tu marca favorita. Esta también es tu casa. Siempre me aseguro de que haya alguna para tó. Volvió a mirarla a los ojos. Una vez más, su mirada era una mezcla de culpabilidad y sorpresa. Caro sospechaba que se debía a lo cruel que había sido con ella a principios de semana.
—Gracias. ¿Dónde está todo el mundo? —preguntó cuando Ariel no lo oía.
—Te lo diré en cuanto vuelva.
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