Hacía falta un hombre de gran integridad e inteligencia como Pedro para reconocer la fragilidad de Carolina y comprender sus necesidades más profundas. Conocer a Pedro la había ayudado a comprender a Fede mucho mejor. El Federico de hacía seis años estaba a leguas de su hermano, de lo contrario no habría destruido su amistad con Caro cuando su hermana se hallaba tan frágil. Paula nunca había envidiado a nadie, pero en aquellos momentos sintió envidia por la prometida de Pedro. Hasta aquel momento, no había hablado de Erica. Tal vez fuera el momento de mencionarla. Así no se sentiría tentada de olvidar su existencia.
— ¿Tu prometida se puso enferma en el último minuto? ¿Es por eso por lo que no pudo venir? La respuesta pareció tardar siglos.
—Este es el primer viaje que hace Ari conmigo. En el último momento, Erica decidió que ella y yo debíamos disponer de este tiempo para nosotros solos.
Paula bajó la cabeza.
—Teniendo en cuenta lo mucho que Ariel te adora, no creo que el niño se dé cuenta del sacrificio que ella hace. ¿Tu prometida lo quiere tanto como tú?
Hubo otra pausa significativa en la conversación antes de que le oyera decir:
— Erica todavía no conoce a mi sobrino.
— ¿No? —Exclamó antes de comprender su error—. Perdona, no es asunto mío.
—No te disculpes. Te metí en él al invitarte a viajar con nosotros. No podías saber que hasta hace unos días no le había hablado a Erica de Ari. Le está costando un poco acostumbrarse al hecho de que él es y siempre será una parte importante en mi vida.
Era evidente que estaba pasando algo que Paula no acertaba a comprender. Percibía que había cosas que Pedro no le había dicho. Cosas personales. Descubrió que quería saberlo todo sobre él y se dió cuenta de que se estaba apegando demasiado. Apretó los brazos de su silla.
—Si me disculpas, creo que será mejor que me acueste ya.
-Permíteme que te acompañe a tu camarote.
— ¡No! —se puso en pie rápidamente—. Gracias —con cierta dificultad se dirigió hasta la puerta que daba al pasillo. Un océano agitado bullía en el exterior—. Puedo ir yo sola.
—Buenas tardes, señora, soy el coronel Dodd. He venido en avión desde Nevada. El doctor Humberto Rich me dio su número de teléfono, pero no conseguí hablar con una operadora así que decidí venir en coche hasta aquí. Es una mansión magnífica.
— ¿Qué desea?
—Bueno, estoy intentando localizar a la hija de mi mejor amigo, el coronel Chaves. Se llama Paula Chaves. El doctor Rich, de la clínica Whitestone, me dijo que vive aquí. La mujer movió la cabeza.
—No hay nadie aquí con ese nombre.
—Es más bien bajita, un poco rechoncha, con pelo largo de color rojo que suele llevar en una coleta. ¿Le suena?
—No —la mujer empezó a cerrar la puerta. Dodd sacó su cartera y le tendió un billete de cien dólares.
—Quizá esto la ayude a recobrar la memoria.
—Guarde su dinero.
—Escuche, señora. Lo único que intento...
—Sé perfectamente lo que intenta hacer. No puedo ayudarlo.
Cerró la pesada puerta de madera maciza en sus narices. El hombre caminó hasta la esquina antes de hacer una llamada con su teléfono móvil. Cuando T.J. contestó, dijo:
—Trae la furgoneta. Creo que vamos a tener que acampar un tiempo. No te olvides de los prismáticos nocturnos, y de paso, trae un par de platos de comida china. Ah, y varias latas de cerveza.
Carolina entró en el salón y besó a Erica en las dos mejillas.
—Me sorprendió cuando María me dijo que estabas aquí. Parece que hubieras estado llorando. Algo va mal.
—Tu hermano y yo hemos discutido.
Carolina ya se había dado cuenta. Normalmente, el maquillaje de Erica siempre era perfecto, pero aquel día tenía los ojos rojos e hinchados y el moño con el que se había recogido su pelo largo y liso evidenciaba los treinta años que tenía.
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