—Sí. Siento haber interrumpido tu conversación con Erica, pero esto es demasiado importante. Se trata de Ariel.
—Habla —le pidió, acercándose a ella.
Durante los siguientes minutos, escuchó el relato de su diálogo con Ariel. Cada revelación intensificaba su dolor.
—Cielos, no tenía ni idea de que nos hubiese oído.
—Esto no es asunto mío, pero como se confió a mí, pensé que querrías aliviar su sufrimiento. Eres el único que puede hacerlo.
Pedro la miró fijamente a los ojos.
—Gracias por ser sincera conmigo y contármelo enseguida. Estoy en deuda contigo.
—Entonces estamos en paz.
Su sonrisa radiante lo cautivó. Tuvo que reprimir sus emociones, que eran demasiado profundas, demasiado intensas como para quedarse más tiempo a solas con ella.
—Espero que no te importe que le dijera a Ariel que podía quedarse en mi habitación y cenar conmigo y con su madre.
Teniendo en cuenta los sentimientos de Erica hacia Ariel, resultaba providencial. En otras circunstancias, a Pedro le habría encantado sumarse a la reunión.
—Estoy seguro de que estará encantado con la idea. Dile que después subiré a darle las buenas noches.
Paula asintió y salió a paso rápido de la biblioteca. Cuando se quedó solo, Pedro asió la repisa de la chimenea con las dos manos y se quedó mirando las llamas. La situación con Ariel estaba en un momento crítico, lo mismo que su relación con Erica. Y aquella noche estaba viendo las cosas claras por primera vez. Tenía que agradecer a Paula que hubiese actuado inconscientemente como un catalizador para aclarar sus pensamientos. Aunque siempre había valorado los momentos que pasaba con Erica, su relación carecía de la base sólida necesaria para un matrimonio duradero. Las inseguridades de Erica no desaparecerían, al contrario, crecerían con el tiempo. Nunca cambiaría, y él tampoco. Por el bien de los dos, debía dejarla marchar. Cuando terminaran de cenar la llevaría en el yate de vuelta a Pireo. Cuando la dejara a la puerta de su casa, sabría que todo habría terminado. En cuanto diera su adiós final a Erica en Atenas, se reuniría con Costas y averiguaría lo que el abogado tenía que decirle. Pedro extendió la mano sobre la repisa. Después de tomarse tantas molestias, se negaba a aceptar que la ley de los dos países podía separar a madre y a hijo. Tenía que haber una solución. La encontraría.
— ¿Sabes qué? Creo que mi pequeño está cansado después de un día tan largo. Vamos a la habitación de mamá. Tengo una sorpresa para tí.
— ¿Sí? ¿Qué es?
—Lo sabrás enseguida.
Ariel se volvió hacia Paula.
-¿Quieres venir a verlo?
—Me encantaría, pero antes debo hacer una importante llamada de teléfono. ¿Me lo enseñarás mañana por la mañana?
El niño asintió.
—Buenas noches, Paula.
—Buenas noches, Ariel. Dulces sueños.
Una vez sola, Paula decidió intentar localizar a Carlos. Su número estaba en la agenda que había dejado sobre la mesa. Descolgó, pulsó las teclas y esperó.
— ¿Es usted la señora Gordon?
— Sí.
—Soy Paula Chaves, llamo desde Grecia. Sé que es tarde, pero soy una de las antiguas clientes de su marido, del Instituto Miguel Ángel. Me gustaría hablar con él, si es posible. Probé a llamarlo antes al instituto, pero no hubo respuesta. ¿Está en casa, por casualidad?
—Sí. Un momento. Gracias a Dios, estaba allí. Esperó con impaciencia a que se pusiera al teléfono.
— ¿Paula?
— ¡Carlos! Cómo me alegro de oír tu voz.
—Lo mismo te digo. Me has tenido en suspenso.
—Te he estado llamando a la oficina. ¿Cómo es que no estabas? ¿Te han cambiado el horario?
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