domingo, 16 de octubre de 2016

Dos Hermanos: Capítulo 32

Pedro cerró la puerta y oyó la voz tensa de Erica.

—Pepe, tenemos que hablar.

«¿Crees que no lo sé?» —Lo haremos —le dijo con firmeza—. Pero Ariel puede venir en cualquier momento, así que  tendremos  que  esperar  a  esta  noche,  cuando  se  haya  dormido.  Por  ahora, disfrutemos del día. Te prometo que cuando acabe, comprenderás por qué Caro y Ari deben estar juntos.  «Y comprenderás por qué mis sentimientos hacia tí han cambiado».

En mitad de la reunión, el buscapersonas del general Berman emitió un pitido. Sólo un hombre conocía su número.

— Caballeros,  llevamos  un  rato  tratando  este  asunto.  Creo  que  deberíamos  parar  a  almorzar y reanudar la reunión a las catorce horas. Todo  el  mundo  estuvo  de  acuerdo.  Se  produjo  un  sonido de  hojas  mientras  los  hombres  desfilaban  fuera  de  la  habitación.  Esperó  a  que  se  hubiesen ido y cerró  la  puerta con llave.

— ¿Marcos? —Rugió al teléfono móvil después de teclear el número—. ¿Cómo es que he tenido  que  esperar  tanto  tiempo  para  saber  de  tí?  —sacó  un  palillo  de  un  cajón  y  empezó a morderlo.

— ¿Alguna vez ha intentado encontrar a una persona que no quiere ser encontrada?

-¿Quieres decir que sospecha algo?

—Tal vez.

—Maldita sea, Marcos. No me aseguré de que te ascendieran a coronel por tus «tal vez».

—Me  libré  de  su  jefe.  Eso  debería  valerme  otro  rango,  al  menos  —el  general  gruñó—. ¿Cómo diablos iba a saber que desaparecería sin dejar rastro pocos meses después del funeral? Pero por fin he encontrado sus huellas.

— ¿Dónde está?

—En  Filadelfia.  Se  está  escondiendo  en  una  especie  de  residencia  lujosa  para  mujeres  ricas, pero el edificio no tiene placa alguna. El cancerbero que me abrió la puerta no me dejó  entrar  ni contestó  mis  preguntas.  Me  he  pasado  una  semana  vigilando  el  lugar  desde la furgoneta, pero no la he visto entrar ni salir.

—Me parece que has estado perdiendo el tiempo.

— Su  médico  me  dió  su  número  de  teléfono.  Mi  fuente  de  información  encontró  la  dirección a la que correspondía. Está ahí dentro.

— ¡Entonces hazla salir! —el palillo se partió en dos.

—Lo único que necesito es su autorización y está hecho.

—La tienes. Y... ¿Marcos?

— ¿Señor?

— No me importa lo que tengas que hacer.

— Entendido, general.


Después de las aguas tormentosas y oscuras del Atlántico, era puro placer para Paula contemplar el agua brillante del Egeo. Le  costaba  pensar  que  era  invierno  en  el  archipiélago;  desde  el helicóptero,  no  podía  saberlo. El sol brillaba y el agua estaba en calma, centelleando a la luz. Pero los quince grados en Pireo la habían impulsado a ponerse una chaqueta.

—Nos acercamos a Andros, señorita Chaves. La isla de Pedro. Su corazón se aceleró.

— ¡Qué bonito! — exclamó cuando sobrevolaron una villa blanca exquisita construida sobre   una   loma.   Hileras   de   pinos   oscuros   y   de   sicomoros   rodeaban   la   amplia   propiedad, aislando su piscina de azulejos y los jardines con terrazas.

El piloto sonrió.

—Todos los visitantes reaccionan igual cuando ven la casa del señor Alfonso por primera vez. Bienvenida a PalalopoliS, señorita Chaves.

De modo que aquél era el pueblo en el que Pedro había crecido. No era de extrañar que sus ojos se llenaran de luz cada vez que hablaba de su hogar. Enseguida aterrizaron en el helipuerto. El piloto apagó el motor.

—El señor Alfonso ha enviado un coche a recogerla. Juan, el chofer, la llevará a la villa. Permítame que la ayude con el equipaje.

— Efcharisto.

En cuanto bajaron y Juan había transferido sus bolsas al maletero, se volvió al piloto.

—Gracias  otra  vez  por  este  vuelo  tan  emocionante.  Le  diré  al  señor  Alfonso  que  he  disfrutado  mucho.

-Permítame  que  le  diga  que  me  pidió  ansiosamente  que  no  permitiera que le pasara nada.

Sus palabras la conmovieron.

— Se preocupa por todo el mundo.

—Eso es cierto —fue la respuesta sorprendentemente seria—. Kalimera, señorita.

Cuando subió de nuevo al helicóptero, Paula se volvió a Juan, que, según descubrió enseguida, hablaba  muy  poco  inglés.  Sería  una  buena  oportunidad  para  practicar  el  griego.

— ¿Podría llevarme al hotel de la ciudad, por favor?

El  hombre  delgado  y  canoso  que  llevaba  un  grueso  jersey  se  rascó  la  cabeza.  Paula  sabía que la comprendía, pero sin duda tenía órdenes de conducirla directamente a la villa.

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