—Sí, bueno... cuando la adopción sea definitiva y sintamos que ha pasado el tiempo necesario, podemos divorciarnos sin mucho escándalo y yo regresaré a los Estados Unidos. Tengo un amigo allí que va a ayudarme.
—Si no es Draco, ¿Quién es? —le espetó.
—Se llama Carlos Gordon.
— ¿Otro hombre que está enamorado de tí?
— ¡No! —Movió la cabeza porque no podía comprender por qué seguía insistiendo en aquel tema—. Carlos está felizmente casado. Es un antiguo agente del FBI que trabaja en el lugar donde estuve escondiéndome.
— ¿Qué lugar era ése?
Paula se humedeció los labios nerviosamente. Cielo Santo. No podía hablarle de eso en ese momento. Tal vez más tarde, pero todavía no.
—Preferiría no hablar de ello si no te importa.
—En algún momento tendremos que hacerlo — comentó Pedro misteriosamente—. Pero por ahora, me basta con que hayas accedido a casarte conmigo. Por motivos de seguridad, quiero que la boda se celebre dentro de tres días.
¿Tres días? Paula permaneció presa del estupor.
— ¿Por qué no vas al salón con el café? Me reuniré contigo después de que haya llamado a Costas.
— ¿Quién es?
—El abogado que se ocupa de la adopción. Querrá reunirse con nosotros en mi oficina más tarde. Tenemos papeles que firmar. Por el camino allí, pararemos en la joyería para comprar los anillos. Si no me equivoco, hay una tienda a la vuelta de la esquina donde podrás comprarte un traje de novia. Nos lo llevaremos todo con nosotros cuando salgamos para Andros esta tarde. Esta noche, iremos a ver al párroco y firmaremos más papeles.
— ¿Puedo pedirte un favor?
Los ojos de Pedro se posaron en sus labios. Paula sintió que su cuerpo se estremecía pero por una razón completamente distinta.
—Por supuesto. ¿De qué se trata?
— ¿Podemos comprarle un vestido a Caro y un pequeño esmoquin a Ariel? Estará muy apuesto con uno. Nuestra boda en realidad es para ellos. Hagamos que sea especial.
Desde aquella distancia, la expresión de sus ojos era difícil de discernir. Pero cuando contestó, su voz tenía un tono ronco:
—Me has leído el pensamiento. Sabía que su sugerencia le había agradado. No hacía falta decir que su petición de matrimonio la había hecho más feliz que nunca en su vida.
Casándose con Pedro, ella y sólo ella, haría posible que Ariel estuviera con Caro. Por fin había encontrado la manera de compensar los planes que había forjado en el Miguel Angel... la venganza, la manipulación. Sabía que Pedro no se estaba casando por amor. ¿Cómo podría? Apenas hacía unas horas que había roto su compromiso con Erica. Aunque hubiese decidido que no podía casarse con ella, seguiría viéndola, y la pérdida de su relación lo acompañaría durante mucho tiempo.
Paula no tenía derecho a esperar nada de Pedro. No le estaba pidiendo que la amara, sólo esperaba ser perdonada por amarlo en secreto, por disfrutar de las semanas o meses que pasaría con él hasta irse de Grecia para siempre. «Por favor, Señor, haz que todo el mundo esté a salvo durante mi estancia. No dejes que Sean haga daño a las personas que quiero».
—Mamá, puedo oír el helicóptero.
—Cariño, podría ser cualquiera. Los dos se lo habían pasado de maravilla subiendo la ladera hasta el faro. A Ariel le había encantado el paseo en el hidropedal y habían tomado helado antes de volver. Pero una vez en casa, la villa parecía vacía. La marcha inesperada de Paula la había despojado de parte de su alegría. Ariel y ella habían permanecido de pie ante aquella misma ventana, los dos al borde de las lágrimas, observando cómo se iba. En aquellos momentos estaban otra vez allí, esperando la llegada de Pedro. Decidiendo que era el momento de buscar una pequeña distracción, Caro le dió un apretón a Ariel en el hombro.
— ¿Te gustaría jugar a las damas, cariño? El que gane le contará al otro una historia antes de dormirse.
El rostro de Ariel se iluminó.
— ¡Conozco muchas historias!
—Yo también. Mi juego de damas está allí, en ese armario, en la segunda balda. Es la caja amarilla.
—Iré a buscarlo —se ofreció, y atravesó corriendo la estancia.
Caro se sentó sobre la cama y dió unas palmaditas sobre el colchón.
—Ponlo aquí. ¿Qué color quieres?
—Me gustan las negras —hizo una pausa—. Pero si tú las prefieres, me quedaré con las rojas.
Caro sonrió a su hijo.
—Me enorgullezco de tu generosidad. Como premio, jugarás con las negras.
— ¡Genial!
Veinte minutos después, estaban terminando la partida cuando Caro oyó pasos en el pasillo. La puerta de su dormitorio estaba abierta.
—Hola, ¿Hay alguien en casa? Al tiempo que su corazón se encogía, Ariel levantó la cabeza.
— ¿Quién es? —susurró.
Caro se inclinó sobre el tablero y le respondió en un susurro:
—Tu tío Fede.
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