domingo, 16 de octubre de 2016

Dos Hermanos: Capítulo 31

Era  demasiado  tarde  para  volver  al  Instituto  Miguel  Ángel  y  decirles  que  había  cambiado  de idea,  para  reconocer  que  estaba  locamente  enamorada  de  Pedro Alfonso y  que  quería  ser  su esposa.  Pero  el  instituto  no  podía  convertirla  en  la  mujer  que  Pedro  desearía, y además, él estaba enamorado de Erica. Iba a casarse con ella.  Era  irracional  que  hubiese  escogido  a  Federico Alfonso,  de  entre  todos  los  hombres,  para  ser  su  salvador.  Había  malinterpretado
voluntariamente  sus  sentimientos  hacia  él,  la  antigua  atracción,  el  deseo de  venganza,  la necesidad  de  demostrarse  a  sí  misma  así  como  de  demostrarle  a  él  que  era una  persona  de valía.  Pero  aún  más,  moralmente  estaba  mal  haber  implicado  a  Caro en  todo aquel  asunto.

 Aunque  Paula siempre  la hubiese  querido  como  a  una  hermana,  no  tenía  derecho  a  utilizar  su antigua  amistad  con Caro para acercarse a Federico.  ¡El  engaño  debía  concluir!  En  cuanto hiciera  las  paces  con  Caro,  tomaría  el  primer  avión a Los Ángeles, donde nadie la conocía. En una ciudad tan grande como aquélla, sería difícil localizarla. La madre y la hermana de Manuel vivían allí, así que hallaría la manera de ponerse en contacto con él sin que la detectaran. Si todavía estaba vivo...

— ¿Pau? ¿Te duele la panza?

Ariel. Era imposible engañar a un niño. Su voz irrumpió en sus lúgubres pensamientos.

 —No.

— ¿Estás triste? Cuando entraron en su camarote, cerró la puerta y se arrodilló frente a él.

— Siempre  es  un  poco  triste  cuando  tenemos  que  despedirnos  de  las  personas  que  amamos. Pero te veré muy pronto.

— ¿Lo prometes?

—Lo  prometo.  Mientras  tanto,  voy  a  darte  estas  fotografías.  —sacó  algunas  de  las  instantáneas que guardaba en su cartera y se las pasó—. Siempre que mires a tu mamá, verás mi cara junto a la suya. Así no me olvidas.

—Te daré una de mis fotos —sacó su paquete—. ¿Quieres ésta? Salimos Pepe y yo

—Sí, ésa es exactamente la que quiero — la tomó con una mano trémula y se la metió en el bolso—  Gracias, Ariel —lo rodeó con los brazos y lo estrechó con fuerza— Eres un niño maravilloso Y tienes mucha suerte, porque hoy Pedro  y Erica van a enseñarte Atenas.

Cuando lo soltó y se puso en pie, Ariel dijo:

—No sé si le caigo muy bien.

—Estoy  segura  de  que  eso  no  es  cierto.  Algunas  personas  no  hablan  mucho  al  principio. Dale una hora o dos y os haréis amigos —se volvió y miró a su alrededor—. Bueno, ya se han llevado mi equipaje, así que será mejor que me vaya. Vamos. Acompáñame al ascensor.

Ariel  tomó  su  mano.  Al  día  siguiente  tomaría  la  de  Caro.  Eso  era  algo  que Paula  no  podía esperar a ver. Y Pedro estaría allí...


La llamada a la puerta del camarote hizo que Pedro volviera la cabeza.

— No  contestes,  querido;  susurró  Erica,  buscando  sus  labios—.  No  hemos  tenido  un  minuto para nosotros desde que he subido a bordo.

—Es Ari. Tengo que dejarlo pasar.  «Quiero  dejarlo  pasar.  Que  Dios  me  ayude,  pero  todavía  no  me  apetece  besarte.  Necesito tiempo para comprender qué me está pasando». Soltó  sus  hombros  con  una  mezcla  de  culpa  y  alivio  y  cruzó  la  estancia..,  no  sin  antes percibir el destello de furia en sus ojos.

— ¿Señor Alfonso? Me alegro de que todavía esté aquí —para sorpresa de Pedro, no era Ariel, sino la señora DeMaio en silla de ruedas—. No podía irme sin darle las gracias por las flores y la fruta. La culpa la tuve yo al caerme, por eso no podía aceptar el vale que me dio para otro pasaje gratis el próximo año. No me parecía bien.

—Los accidentes ocurren, señora DeMaio. Cuando se recupere, me gustaría que hiciera otro viaje con Líneas Alfonso para que tuviera un recuerdo más agradable.

—Es  usted  muy  amable.  Por  favor,  acepte  este  pequeño  regalo.  Es  un  CD.  Tengo  otro  para  Paula.  Verá,  mi  marido  era  brasileño  y  tenía  una  voz  preciosa.  Su  banda  hizo  grabaciones de muchas canciones de amor portuguesas. Creo que a los dos les gustaría escucharlas.

La  señora  DeMaio  no  imaginaba  que  sus  palabras  podían  dar  motivos  a  Erica  para preguntarse qué había pasado exactamente en aquellos siete días entre él y una de las «amigas» de Federico.

—Gracias. Estoy seguro de que nos encantarán.

—Paula ha  sido  un  ángel,  pero  usted  ya  lo  sabe.  Cuando  me  rompí  la  pierna,  no  podría  haber  sobrevivido  las  primeras  veinticuatro  horas  sin  su  ayuda.  Por  favor,  asegúrese  de  que  recibe  esto.  He  adjuntado  una  nota  con  mi  nombre  y  dirección.  Dígale que nunca la olvidaré.

Pedro inspiró profundamente.

—Puede estar segura de que le haré llegar el regalo y el mensaje. Disfrute del resto de sus vacaciones. No más cruceros en mitad del invierno.

—No —su risa cálida reverberó por todo el pasillo mientras se alejaba.

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