domingo, 30 de octubre de 2016

Dos Hermanos: Capítulo 68

—Mis hombres han requisado el navío, Pedro.  Era  el  jefe  de  policía,  que  había  llamado  al  barco  de  la  policía  al  que  Pedro había  subido.

—Hemos  detenido  a  los  americanos,  pero  se  niegan  a  hablar.  Los  retendremos  sin  posibilidad  de  que  sean  extraditados  a  los  Estados  Unidos  hasta  que  estés  listo  para  investigar la muerte del padre de despinis Chaves.

—Son buenas noticias, pero tengo que saber si has visto a Paula y a Ariel.

—Todavía no. Estamos registrando el barco.

— Llegaré enseguida.

Hasta  que  estuvieran  a  salvo,  no  volvería  a  conocer  un  momento  de  felicidad.  De  cualquier modo, no lo haría después de haber visto a Fede entrar en la habitación de Paula en  mitad  de  la noche.  Al  ver  que  no  salía  inmediatamente,   había  salido  de  la  casa  a  dar  un  largo  paseo. No podía  soportar  la  idea  de  lo  que  pudieran  estar  haciendo. Aquella mañana a primera hora, había vuelto a la villa en busca de su cartera, y al poco de marcharse en coche había recibido una llamada de teléfono de la policía en la que le notificaban  que  Ariel  había  sido  secuestrado  y  que Paula  había  desaparecido.  La  angustia le había descuartizado el alma.

Pedro  apagó  su  teléfono  móvil  y  le  indicó  al  capitán  del  barco  de  policía  que  se  acercara  al  yate.  La  inteligencia  griega  había  informado  de  que  era  propiedad  de  una  compañía perforadora americana con una filial en Grecia. Al parecer, habían visto a un hombre de la descripción de Marcos Dodd ha bordo. Llevaba varios días en Grecia y ello implicaba que conocía el paradero exacto de Paula.  Por otro lado, Juan había informado a Pedro de que Paula había ido a la taberna y de allí a la playa de Batsi a alquilar un hidro pedal  Cuando  alertó  a  las  autoridades, todas las  piezas  encajaron.  Después,  les  había  contado a Caro y a Fede la verdad sobre la persecución de Marcos Dodd. En  un  momento  emotivo,  Fede  se  había  venido  abajo,  alegando que  todo  era culpa  suya.  Mientras  había  estado  en  el  bar  bebiendo  con  su  amigo,  uno  de  los  hombres  de Dodd debía de haber oído su conversación, y seguramente por eso conocían su plan de ir a pescar con Ariel al día siguiente. Pedro nunca lo había visto tan abatido.

— Ya hemos llegado, señor Alfonso.

—Efcharisto.

Pedro se acercó al borde de la cubierta y luego saltó a las escaleras que conducían a la cubierta del yate, que era un hormiguero de policías de distintas fuerzas. Se dirigió al jefe.

— ¿Los han encontrado ya?

—No —fue  la  lúgubre  respuesta—.  Hemos  registrado  todos  los  camarotes  y  están  vacíos. En la bodega había rastro de ellos.

—Entonces  empecemos  a  buscar  en  todos  los  armarios  de  limpieza  y  almacén  hasta  que los encontremos.  «Tienen que estar vivos. Me niego a creer lo contrario».

Diez  minutos  más  tarde,  todavía  no  los  habían  encontrado.  Pedro se  sentía  como  si  tuviera una  piedra  en  el  estómago.  Recorrió  la  cubierta,  escrutando  cada  centímetro.  Cielos, ¿Dónde estaban?  Al  volverse  para  registrar  otra  vez  el  barco,  recordó  que  aquel  yate  tenía  la  misma escalera en un extremo que algunos de los yates Alfonso, con un pequeño almacén oculto detrás para las cuerdas. Se accedía a él por una puerta que se cerraba con un cerrojo en la parte baja.  Con  un sentimiento  asfixiante  en  el  pecho,  se  dirigió  corriendo  a  la  escalera,  seguido del jefe de policía y algunos de sus hombres. Cómo no, allí estaba. El cerrojo.

—Podrían estar aquí dentro. Ilumina la entrada, jefe.

Murmurando  con  sorpresa  porque  sus  hombres  lo  hubieran  pasado  por  alto,  el  jefe  sostuvo su  linterna  mientras  Pedrfo descorría  el  cerrojo  y  abría  la  puerta.  Tuvo  que  ponerse en cuclillas para mirar dentro.  Hubo  un  movimiento  inesperado.  Percibió  el  brillo  de  un  pelo  rojo dorado  antes  de  que Paula levantara la cabeza. Su cuerpo cubría al de Ariel, protegiéndolo.

—Marcos, canalla —gritó—. Tendrás que matarme a mí primero para ponerle las manos encima.

En aquel momento, Pedro amó más a Paula Chaves de lo que había amado a nadie en toda su vida.

—Dodd y sus secuaces van camino de la cárcel griega, Pau—dijo en una voz apenas controlada—. Ya no tienes que tener miedo.

— ¡Pepe! — El  chillido  de  alegría  de  Ariel  vibró  por  todo  el  yate,  enterneciendo  su  corazón—. ¡Sabía que vendrías!

—Gracias, Pepe. Gracias —oyó su trémulo susurro antes de que se apartara para dejar salir a Ariel.

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