— ¡Es una sorpresa! Le dije a Pepe lo que te gustaba para desayunar y se lo ha dicho al cocinero.
Para deleite de su sobrino, los ojos azules de Paula se abrieron con asombro y su estómago rugió mientras rodeaba la mesa para examinarlo todo. Con el barco anclado en el muelle, ya no había más movimiento. Mientras Ariel la seguía, Pedro contempló la figura esbelta pero voluptuosa de Paula. Llevaba un traje de punto, y el contraste del color azul pálido con su pelo rojo dorado era arrebatador. Estaba a la vez elegante y natural. Lujosa. Saludable. Hermosa. Todo en ella era de un gusto insuperable. Pero había algo más. Tenía una bondad y una compasión que raras veces había visto en otras personas. No podía evitar desear que el crucero acabara de empezar.
—Déjame ver. Huevos revueltos muy hechos, empanada de carne, zumo de melocotón, tostadas con mantequilla y mermelada de ciruela —de repente giró en redondo, elevando los brazos con un gesto expansivo—. ¡Te has acordado de todo! — Levantó a Ariel del suelo y le dió un fuerte abrazo—. ¡Es la mayor sorpresa que me han dado nunca!
— ¿De verdad? La expresión en sus ojos se suavizó.
—Nunca te mentiría. Eres un chico muy especial. Igual que tu madre, dulce y amable.
Ella también es muy especial. Después de darle un beso en lo alto de la cabeza, lo dejó en el suelo.
-¿Atacamos este festín? No sé vosotros, pero yo me muero de hambre.
— ¿Estamos hambrientos, ¿Verdad, Pepe?
— Siempre.
Mientras Ariel ocupaba su asiento, Pedro la ayudó a sentarse. Incapaz de resistirse, le rozó con la mano las puntas de sus cabellos, que se curvaban junto a su cuello. Desde la tarde en la que le había pedido que entrara en su despacho, la urgencia de tocarla, de explorar su piel cremosa, se había convertido en una necesidad que apenas podía controlar. Mientras se sentaba a comer, pensó que un hombre tenía diversos apetitos. Estaba apunto de satisfacer uno. En cuanto al otro...
— ¿Pedro? —alguien llamó a la puerta e intentó entrar. Pedro frunció el ceño. Era la voz de Erica—. Déjame pasar, cariño.
Dos pares de ojos interrogantes se posaron en él. En un instante, el sentimiento gozoso de hacía apenas unos momentos se había desvanecido. Ni Ariel ni Paula tenían dudas sobre la identidad de su visitante. Bajaron la cabeza y continuaron tomando su desayuno en silencio.
Por primera vez en su relación con Erica, su prometida había hecho algo totalmente inesperado. Al reconsiderar su amenaza de no ir al muelle, su presencia en la puerta de su camarote revelaba una ansiedad que no había detectado antes. Por el bien de Ariel y Caro, debería sentirse aliviado por aquella posibilidad, pero, aparte del resentimiento por la irrupción, no sentía nada... y la falta de emoción lo alarmó.
—Disculpenme —dejó su servilleta sobre la mesa y se levantó. En cuanto abrió la puerta, Erica le rodeó el cuello con los brazos. Nunca se había dado cuenta de lo alta que era. Desde que Paula entrara en su vida, había empezado a hacer comparaciones... incluso algunas tan triviales como aquélla.
— ¡Cariño! Perdóname por aquella horrible llamada de teléfono. Debería haber viajado contigo. Te he echado de menos.
Para su pesar, Pedro no podía decirle lo mismo y sentirlo. Lo único que pudo hacer fue sacarla al pasillo y besarla, confiando en poder así encender una pequeña chispa que le indicaría que su falta de respuesta era sólo temporal. Finalmente, Erica se apartó y sus ojos castaños escrutaron los suyos.
—He hecho más daño del que pensaba, ¿Verdad?
-Hablaremos más tarde, Erica. Por si no te habías dado cuenta, no estamos solos.
Frunció el ceño.
— Acabo de hablar con el camarero. Me ha dicho que Ariel está en el camarote contiguo al tuyo.
—Duerme allí, pero ahora mismo está desayunando conmigo y una invitada.
-¿Qué invitada?
—Pasa y te la presentaré.
Pedro temía el momento en el que Erica posara los ojos sobre Paula. La culpabilidad era un sentimiento nuevo para él, pero no tenía otro nombre. Estaba seguro de que durante el crucero, Paula no se había percatado de sus sentimientos, pero reconocía la importancia de sus propias reacciones. Aunque no había sido infiel a Erica de obra, sí de pensamiento. ¿Cómo podía haber pasado toda una semana a bordo de un barco disfrutando de la presencia de otra mujer cuando debería haber echado de menos a Erica? ¿Qué clase de hombre era? No tenía la respuesta a aquella pregunta. Con desgana, condujo a Erica al interior de la estancia. Al sentir su tensión, supo que había visto a Paula.
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