domingo, 16 de octubre de 2016

Dos Hermanos: Capítulo 33

—Me gustaría refrescarme un poco antes de ver a la señorita Alfonso. Podrá esperarme a la entrada, no tardaré.

—Pero.., el señor Alfonso no dijo nada de un hotel.

—Porque no conocía mis planes.

Juan permaneció  de  pie  sopesando  su  petición.  Era  evidente  que  no  le  agradaba  la  situación.

—No importa, Juan, tomaré mis bolsas e iré andando. Movió las manos presa del pánico.

—No, no, nada de andar. La llevaré a una taberna de la parte alta de la ciudad. Tiene varias habitaciones y el señor Alfonso conoce al propietario, así que aprobará el lugar.

Contenta  de  haber  ganado  la  batalla,  le  dió  las  gracias  y  subió  al  asiento  de  atrás.  En cuanto  arrancaron,   pudo   oírle   murmurar   entre   dientes.   Era   evidente   que   no   le   agradaba contradecir las órdenes de su patrón. Pero si Pedro estaba equivocado y el encuentro con Caro no iba bien, no quería poner a  su  amiga en la situación de tener que invitarla a quedarse. Claro que aquélla no era su única preocupación. También estaba la presencia de Erica en la villa.

Al  día  siguiente  llegaría  todo  el  mundo  y  Paula no  se  sentía  capaz  de  soportar  ver  a  Pedro con  su  prometida  durante  largos  períodos  de  tiempo.  Sería  mejor  tener  una  excusa  para marcharse.  Después  del  beso  del  que  había  sido  testigo  en  el  barco...  suprimió un estremecimiento. No podría seguir presenciando su intimidad, su pasión. Era demasiado doloroso, porque, lo admitiera o no, se había enamorado de Pedro.

—Vamos, señorita. Ya hemos llegado.

Paula parpadeó con sorpresa. Había estado tan absorta en sus pensamientos que no se había  dado cuenta  de  que  habían  llegado  a  una  pequeña  pero  acogedora  taberna  con balcones  que  daban al  mar.  Juan  tomó  su  equipaje  y  lo  llevó  al  interior.  El  propietario  enseguida  lo  reconoció  y  mantuvo  una  conversación  animada  que  Paula pudo comprender sin problemas. El párroco le había enseñado bien. Después,  el  dueño  tomó  las  maletas  y  le  indicó  que  lo  siguiera  a  una habitación  del  primer piso, le indicó dónde estaba el baño, dejó el equipaje y se fue. Como no quería hacer  esperar  a  Juan, apenas  tardó  diez  minutos  en  prepararse.  Después  de  cepillarse  el  pelo  y  retocarse  el  maquillaje,  se  sentía  un  poco  más  presentable...  y  casi  lista para enfrentarse a Caro. Sólo  de  pensar  en  el  reencuentro  se  sentía  presa  de  una  gran  agitación.  Cuando  subió de nuevo al coche y partieron en dirección a la villa, pensó que tenía un poco de fiebre.  En  pocos minutos,  volvería  a  ver  a  su  amiga  y  observaría  su  primera  reacción.  Caro  era como su hijo Ariel... sus ojos oscuros reflejaban todo lo que pensaba y sentía. Paula sabría enseguida si su fuerte camaradería seguía viva... o habría muerto.

— ¡Ayee!  Todavía  estás  en  la  cama  y  no  has  tocado  el  desayuno.  A  mí  me  parece  que  no has comido nada desde que llegaste ayer a la isla.

La  anciana  ama  de  llaves,  que  había  ingresado  en  la  casa  de  joven  para  cuidar  de  la  madre de Caro, puso una mano curtida sobre la frente de la joven.

— Creo que debo llamar al doctor Vassilus.

—No necesito un médico, Melina. No tengo hambre, eso es todo.

—Entonces llamaré a tu hermano y le diré que te haga entrar en razón.

— ¡No! No debes molestar a Pedro.

—En ese caso, tómate el té, que te dé algo de fuerza.

Carolina se incorporó y tomó la taza, que ya estaba fría. No podía permitirse discutir con Melina. Sus deseos y sus miedos estaban encontrados y apenas había podido dormir en toda  la  noche.  El Neptuno  habría  arribado  a  Pireo  hacía  tiempo  y  en  aquellos  momentos Pedro debía de estar enseñando Atenas a Ariel. Suponía que Erica se habría reunido con ellos. Aun así, confiaba en que su futura cuñada dejaría que Ariel pasara su primer día en Grecia a solas con Pedro, el hombre que consideraba  su  padrino.  En  aquellos  momentos  Erica  estaba  enfadada  con  Pedro,  y  ella  temía que  Ariel  percibiera  aquellos  sentimientos.  Por  lo  que  sabía  de  los  niños,  tenían  la  tendencia  de  culparse  a  sí  mismos  por  los  problemas  de  los  adultos.

Caro  quería que Ariel tuviera únicamente pensamientos felices. «Eso  también  va  por  mí. Únicamente  quiero  tener  pensamientos  felices»,  gimió  para  sus  adentros  mientras  se  ponía  un jersey  de  lana  de  color  melocotón  y  una  falda  a  juego  para  ir  a  la  iglesia.  Después  de deslizar  los  pies  en  dos  zapatos  negros  de  tacón  bajo, sacó su mantilla de encaje blanco del cajón y se la metió en el bolso. «Una  bendición  del  párroco,  eso  es  lo  que  necesito».  Recorrió una  serie  de  pasillos  y  escaleras y finalmente llegó al vestíbulo principal.

— ¿Melina? Me voy.

— ¡Ya sas! — el ama de llaves se despidió desde otro punto de la casa. Apenas  había  empezado  a bajar  los  peldaños  de  la  entrada,  cuando  vio  que  se  aproximaba  el  coche  de  la  familia.  Bien. Juan podría  llevarla  a  la  iglesia,  que  estaba  colina arriba, y luego regresaría andando. Hacía un poco de frío aquel día. Le sentaría bien llenar los pulmones de aire fresco. Tal vez así su cabeza se despejaría.

— ¿Juan? Llegas justo a tiem...

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