—Me gustaría refrescarme un poco antes de ver a la señorita Alfonso. Podrá esperarme a la entrada, no tardaré.
—Pero.., el señor Alfonso no dijo nada de un hotel.
—Porque no conocía mis planes.
Juan permaneció de pie sopesando su petición. Era evidente que no le agradaba la situación.
—No importa, Juan, tomaré mis bolsas e iré andando. Movió las manos presa del pánico.
—No, no, nada de andar. La llevaré a una taberna de la parte alta de la ciudad. Tiene varias habitaciones y el señor Alfonso conoce al propietario, así que aprobará el lugar.
Contenta de haber ganado la batalla, le dió las gracias y subió al asiento de atrás. En cuanto arrancaron, pudo oírle murmurar entre dientes. Era evidente que no le agradaba contradecir las órdenes de su patrón. Pero si Pedro estaba equivocado y el encuentro con Caro no iba bien, no quería poner a su amiga en la situación de tener que invitarla a quedarse. Claro que aquélla no era su única preocupación. También estaba la presencia de Erica en la villa.
Al día siguiente llegaría todo el mundo y Paula no se sentía capaz de soportar ver a Pedro con su prometida durante largos períodos de tiempo. Sería mejor tener una excusa para marcharse. Después del beso del que había sido testigo en el barco... suprimió un estremecimiento. No podría seguir presenciando su intimidad, su pasión. Era demasiado doloroso, porque, lo admitiera o no, se había enamorado de Pedro.
—Vamos, señorita. Ya hemos llegado.
Paula parpadeó con sorpresa. Había estado tan absorta en sus pensamientos que no se había dado cuenta de que habían llegado a una pequeña pero acogedora taberna con balcones que daban al mar. Juan tomó su equipaje y lo llevó al interior. El propietario enseguida lo reconoció y mantuvo una conversación animada que Paula pudo comprender sin problemas. El párroco le había enseñado bien. Después, el dueño tomó las maletas y le indicó que lo siguiera a una habitación del primer piso, le indicó dónde estaba el baño, dejó el equipaje y se fue. Como no quería hacer esperar a Juan, apenas tardó diez minutos en prepararse. Después de cepillarse el pelo y retocarse el maquillaje, se sentía un poco más presentable... y casi lista para enfrentarse a Caro. Sólo de pensar en el reencuentro se sentía presa de una gran agitación. Cuando subió de nuevo al coche y partieron en dirección a la villa, pensó que tenía un poco de fiebre. En pocos minutos, volvería a ver a su amiga y observaría su primera reacción. Caro era como su hijo Ariel... sus ojos oscuros reflejaban todo lo que pensaba y sentía. Paula sabría enseguida si su fuerte camaradería seguía viva... o habría muerto.
— ¡Ayee! Todavía estás en la cama y no has tocado el desayuno. A mí me parece que no has comido nada desde que llegaste ayer a la isla.
La anciana ama de llaves, que había ingresado en la casa de joven para cuidar de la madre de Caro, puso una mano curtida sobre la frente de la joven.
— Creo que debo llamar al doctor Vassilus.
—No necesito un médico, Melina. No tengo hambre, eso es todo.
—Entonces llamaré a tu hermano y le diré que te haga entrar en razón.
— ¡No! No debes molestar a Pedro.
—En ese caso, tómate el té, que te dé algo de fuerza.
Carolina se incorporó y tomó la taza, que ya estaba fría. No podía permitirse discutir con Melina. Sus deseos y sus miedos estaban encontrados y apenas había podido dormir en toda la noche. El Neptuno habría arribado a Pireo hacía tiempo y en aquellos momentos Pedro debía de estar enseñando Atenas a Ariel. Suponía que Erica se habría reunido con ellos. Aun así, confiaba en que su futura cuñada dejaría que Ariel pasara su primer día en Grecia a solas con Pedro, el hombre que consideraba su padrino. En aquellos momentos Erica estaba enfadada con Pedro, y ella temía que Ariel percibiera aquellos sentimientos. Por lo que sabía de los niños, tenían la tendencia de culparse a sí mismos por los problemas de los adultos.
Caro quería que Ariel tuviera únicamente pensamientos felices. «Eso también va por mí. Únicamente quiero tener pensamientos felices», gimió para sus adentros mientras se ponía un jersey de lana de color melocotón y una falda a juego para ir a la iglesia. Después de deslizar los pies en dos zapatos negros de tacón bajo, sacó su mantilla de encaje blanco del cajón y se la metió en el bolso. «Una bendición del párroco, eso es lo que necesito». Recorrió una serie de pasillos y escaleras y finalmente llegó al vestíbulo principal.
— ¿Melina? Me voy.
— ¡Ya sas! — el ama de llaves se despidió desde otro punto de la casa. Apenas había empezado a bajar los peldaños de la entrada, cuando vio que se aproximaba el coche de la familia. Bien. Juan podría llevarla a la iglesia, que estaba colina arriba, y luego regresaría andando. Hacía un poco de frío aquel día. Le sentaría bien llenar los pulmones de aire fresco. Tal vez así su cabeza se despejaría.
— ¿Juan? Llegas justo a tiem...
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