— ¿Le importa si la llamo Paula?
—Claro que no.
—Bien. Entonces, por favor, llámame Carlos. Como me asignaron tu caso hace varias semanas, creo que ya te conozco y preferiría dejar a un lado las formalidades.
Paula lo miró con sinceridad.
—Y tanto que soy un caso. Peso veinte kilos de más, como puedes ver. He estado deprimida, sin dormir ni comer mucho. El doctor Rich, la persona que me habló del programa, no me dijo gran cosa, pero al principio pensé que el instituto debía de ser una clínica de adelgazamiento sofisticada. De primeras, su consejero le había parecido. Bastante benigno y jovial, pero su mirada sagaz parecía desafiar su afirmación.
—El instituto puede ser lo que tú quieras. Si lo que quieres es ganar o perder peso, te ayudaremos a conseguirlo. Pero la vida es más complicada que todo eso, como bien sabes. Si te pones en mis manos, te ayudaré a tomar las riendas de tu vida —rió entre dientes—. Parece contradictorio, lo sé, pero puedo mostrarte el camino. Te enseñaré las técnicas necesarias para que te sientas más segura de tí misma, aprendas a organizarte y a conseguir lo que quieres.
—Bueno —Paula le brindó una sonrisa fugaz—, sé que no eres mi hada madrina, pero es obvio que estoy aquí para cambiar.
— ¿No leíste la afirmación inicial?
— Sí. Decía que hay una persona hermosa y completa dentro de mí esperando salir a la superficie, y que el instituto va a ayudarme en ese proceso.
—Pero no te lo crees.
—Digamos que me gustaría creerlo, pero la verdad es que mi médico sabía que estaba deprimida. Tal vez pensó que si pasaba aquí algún tiempo perdiendo peso, lo superaría.
—La depresión enmascara el enfado. Eres una joven muy rencorosa, Paula. Es evidente que estás lo bastante enfadada como para gastar una buena suma de dinero en embarcarte en un nuevo viaje. Saquemos el máximo provecho a esta oportunidad.
Al contrario que Elena, Carlos Gordon no endulzaba sus palabras. Su aguda observación hizo que el rubor cubriera sus mejillas, pero Paula lo admiró por su franqueza. Instintivamente, supo que era alguien en quien podía confiar. Paula se quitó las gafas, que sólo utilizaba para leer pero todavía llevaba puestas.
— ¿Cuánto sabes de mí?
—Más de lo que tú querrías que supiera —pulsó un interruptor y se recostó en su asiento.
De repente, la habitación se llenó con el sonido de la voz de Paula.
—Antes del año dos mil, pienso convertirme en la esposa de Federico Alfonso.
Carlos paró la cinta y se inclinó hacia adelante.
—Así suena el enfado, Paula. Esto — tomó la detallada solicitud que el doctor Rich le había dado para que rellenara antes de entregarla al instituto — me dice que entre los catorce y diecinueve años estuviste en un internado en Montreux, Suiza. La búsqueda realizada por el departamento del instituto confirma que Carolina Alfonso, la hija del difunto Horacio Alfonso, un conocido y acaudalado hombre de negocios griego, estudió en el mismo colegio contigo durante tu último año allí.
Sorprendida por la cantidad de información personal que Carlos sabía, Paula comprendió que había subestimado por completo al instituto.
—Federico Alfonso, su imponente hermano mayor, siempre es noticia. Fue medalla de plata en las Olimpiadas de invierno en Chamonix, en Francia, y desde que cumplió los treinta y dos años se ha dicho de él que era el soltero más deseado de la jet set. La prensa del corazón dice que es muy mujeriego, para pesar de su padre.
Paula permaneció sentada, conmocionada, mientras Carlos continuaba deshojando el pasado que la ligaba a la familia Alfonso. Se sentía... expuesta.
—Y tú eras una adolescente vulnerable después de que el cáncer se llevara a tu madre y acabaras estudiando en un internado mientras tu padre trabajaba en el programa espacia!. Aprendiste por experiencia que los Federicos de este mundo rompen el corazón de las jovencitas. Te rompió el corazón, ¿Verdad, Paula?
«Cielos». Paula bajó la cabeza.
—Sí.
—Quieres vengarte.
—Sí. «Pero quiero que mi venganza acabe en matrimonio».
—Dime qué te dijo o hizo para cambiar tu mundo.
Los pensamientos de Paula volaron a los años que estuvo en Suiza.
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