miércoles, 5 de octubre de 2016

Dos Hermanos: Capítulo 1

—Antes  del  año  dos  mil,  pienso  convertirme  en  la  esposa  de  Federico Alfonso.

Una  exclamación  colectiva  brotó  de  labios  de  las  doce  mujeres  que  estaban  en  la  sala  de  reuniones del Instituto Miguel Angel de Filadelfia, en Pennsylvania. La directora, una mujer de mediana edad que se había presentado únicamente como Elena, se colocó las gafas y puso en pie.

—Gracias, Paula. Ahora que cada una de ustedes le ha dicho al grupo  la  meta  que  escribió  en  la  solicitud  que  nos  enviaron,  empezaremos  a  trabajar  para hacer esos sueños realidad. Abran las carpetas y lean la declaración inicial, donde se establece el propósito de esta institución.

Paula Chaves,  de  veintiséis  años  de  edad;  siguió  las  indicaciones  de  Elena,  aunque  ya  sabía  qué  estaba  escrito  en  la  portada.  Había  hojeado  los  contenidos  mientras  las  demás compartían sus sueños con la clase.

-La perfección no necesita mejorar, sólo despertar.  El  genio  de  Miguel  Ángel  se  basaba  en  la creencia  de  que  dentro  del  frío  y  duro  mármol  se  hallaba  la  perfección.  Su  trabajo  consistía en  desechar  con  el  cincel  los  elementos  innecesarios  hasta  que  la  obra  maestra  aparecía intacta,  como  un  todo  perfecto. Como  la  estatua  dentro  de  la  piedra,  hay  una  mujer  hermosa y  deseable  dentro  de  tí  que  quiere  salir,  una  mujer  saludable  física,  mental  y  emocionalmente que  no  tiene  miedo a buscar su destino.  El  Instituto  Miguel  Ángel  para  Mujeres  te  enseñará las  técnicas  para  tu  despertar.  Nuestro objetivo es liberarte de la prisión que tú misma te has creado. Te enseñaremos a  abrir  la  puerta  y  a  sacar  a  la  persona  hermosa  y  segura  de  sí  misma  que eres,  una  mujer que es dueña de su vida y que puede hacer realidad sus deseos más arriesgados. Los sueños  de  todas  eran  bastante  arriesgados,  pensó  Paula  con  ironía.  Ninguno  de  ellos  parecía imposible,  sobre  todo  el  suyo.  Sabía  que  había  sorprendido  a  las  demás;  de hecho, era consciente de  que  su  meta  era  la  más  extravagante  y  chocante  de  todas;  pero el instituto, después de aprobar y en algunos casos, modificar el objetivo de cada mujer,  prometía  resultados... Que  por  otra  parte,  eran  del  todo  legales  y  no  podían  hacer daño a nadie.

—Como  podrán  imaginar  —dijo  Elena—,  el  despertar  no  se  produce  todos  los  días  — durante  los  minutos  siguientes  profundizó  aún  más  en  la  filosofía  que  sustentaba  el  programa del  instituto—.  En  conclusión,  nuestra  cuota  es  cara  y  el  programa  puede  abarcar  de  seis  a treinta  y  seis  meses,  según  los  requisitos  de  cada  una.  Sin  embargo,  ninguna  de  nuestras licenciadas  ha  cuestionado  la  cantidad  de  tiempo  y  de  dinero  invertido  cuando  consiguieron su meta.  La  lista  de  famosas  que  han  sido  alumnas  nuestras os asombraría, pero sus nombres son confidenciales.

Si  Paula empleaba  con  cuidado  el  dinero  que  su  padre  le  había  dejado,  podría  permitirse estar apuntada durante seis meses e invertir el resto en asegurar su futuro... al margen de lo que ocurriera.

—Bien,  a  todas  ustedes se  les  ha  asignado  un  dormitorio  individual  en  el  tercer  piso. También  verán   que   hemos   organizado   un   horario   para   ocuparnos   de   sus   necesidades particulares. Cuando acabemos, se dirigirán al despacho que se les  indica a cada una. Ahora miren bien, porque no volverán a reunirse en grupo. Cuando salgan de  esta  habitación,  empezará  una  vida  nueva  para  ustedes.  Lo  que  hagan  sólo  lo  sabrán ustedes y sus consejeros.

El  instituto,  instalado  en  una  mansión  colonial  de  tres  plantas,  debía  de  ser  el  secreto  mejor  guardado  de  Filadelfia.

Durante  cuatro  años,  Paula había  cursado  allí  sus  estudios  en  la  universidad  y  nunca  había oído  hablar  de  él.  El  instituto  no  se  anunciaba. Para que una mujer pudiera alojarse en él tenía que ser introducida por una persona  que  fuese  de  la  aprobación  del  instituto  y  ello  constituía  el primer  paso  en  el  proceso de selección.

En el caso de Paula, había sido su médico de cabecera, el doctor Rich, el que le había hablado  de  su existencia  y  había  sido  su  llave  de  entrada  al  programa.  Durante  sus  años  de  universidad,  se habían  hecho  buenos  amigos.  Al  principio  había  ido  a  verlo  por  pequeños  problemas  médicos y  después,  Paula  se  había  mantenido  en  contacto  con él y con su esposa. Los señores Rich tenían casi un interés paternal en ella; ella agradecía su apoyo y, en ciertas ocasiones, había acudido a ellos a pedir consejo. Después de la universidad había regresado a Nevada, donde había vivido con su padre hasta  su  muerte.  Perderlo  de  forma  tan  inesperada  había  puesto  su  mundo  del  revés.  No podía  dormir,  lamentándose  de  cuestiones  del  pasado  y  temiendo  el  presente.  Finalmente, desesperada, había telefoneado al doctor Rich para pedirle ayuda, a pesar de  que  estaba  a  varios miles  de  kilómetros  de  distancia.  Así  fue  como  le  habló  del  Instituto Miguel Angel y de los milagros que conseguía. Desde luego necesitaría uno...

Siguiendo las instrucciones del horario, salió de la sala de reuniones con las demás y se dirigió al despacho número veinte del segundo piso para su primera cita. Una  paternal  hombre  de  corta estatura  y  pelo  entrecano,  vestido  con  traje  y  corbata,  estaba  sentado  detrás  de  un  amplio escritorio  y  rodeado  de  equipo  electrónico  muy  sofisticado. Le indicó que entrara y le pidió que cerrara la puerta. Paula se  aproximó  y  se  sentó  en  una  silla  cómoda.  El  techo  alto  y  las cornisas  decoradas   indicaban   que   aquella   habitación   había   sido   antiguamente   un   lujoso   dormitorio.  Pero  la  tecnología  de  vanguardia  había  irrumpido  en  ella  y  confería  al  entorno un aspecto incongruente.

—Señorita Chaves, soy Carlos Gordon — extendió la mano y Paula se la estrechó.

—Hola, señor Gordon.

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