miércoles, 19 de octubre de 2016

Dos Hermanos: Capítulo 40

—No  hace  falta  que  te  pregunte  qué  tal  te  fue  ayer.  Sabía  que  mi  hermana  te  perdonaría en cuanto supiera la verdad.

—Se portó maravillosamente. Dimos un largo paseo, hasta la pequeña iglesia que hay en  la  colina,  y  hablamos  de  todo.  Luego  pasamos  el  resto  del  día  hablando  un  poco  más...  hasta  las  cuatro  de  la  madrugada.  Era  como  si  no  hubiésemos  estado  nunca  separadas.

Después de una pequeña pausa, Paula  continuó:

—Caro me ha dicho que Erica y tú van a casarse en la iglesia que visitamos ayer. No  sabía  qué  esperar  como  respuesta,  pero  no  estaba  preparada  para  la  mirada  fiera  que asomó a sus ojos.

—Cierto.

El  tono  brusco  de  su  voz  distaba  mucho  del  tono  suave  de  sus  conversaciones  en  el  barco. Tal vez todavía estuviese molesto porque Erica no lo hubiese acompañado en el crucero y no la había perdonado todavía. Los prometidos siempre se peleaban antes de la boda. Desde luego no era asunto de ella. Lamentaba haber sacado el tema.

—Creo que Caro y Ari estarán ausentes mucho tiempo, así que si me disculpas, voy a ocuparme de la colada.

—Tenemos doncellas que se encargan de eso.

—Lo sé, pero tengo que ver qué ropa voy a lavar.

—Eso puede esperar. Quiero que entres en la casa conmigo, tengo un regalo para tí.

Paula movió la cabeza.

—Has hecho más que suficiente por mí. No podría aceptarlo, sea lo que sea.

—En realidad, no es mío.

Curiosa,  lo  siguió  peldaños  arriba  al  interior  de  la  casa.  Atravesaron  el  vestíbulo  y  caminaron por un pasillo abovedado hasta la biblioteca.

—Por  favor  —le  indicó  un  sillón  de  damasco  que  estaba  junto  a  su  escritorio.  Del  bolsillo  de  atrás  sacó  un  CD  y  se  lo  entregó—.  Es  de  la  señora  DeMaio.  Recibí  instrucciones  estrictas  de  dártelo  nada  más  verte.  Como  puedes  ver,  adjuntó  una  nota  con su dirección, y espera que le escribas.

Eludiendo su penetrante mirada, Paula leyó el título.

—Canciones  de  amor  portuguesas,  de  Felipe  DeMaio  —levantó  la  cabeza—.  Es  una  grabación de la música de su marido.

—Así es. A mí también me dió uno. Es grato conocer a una mujer romántica.

Paula no pudo evitar sonreír.  

—Te diste cuenta.

—Por   supuesto.   Cuando   fui   a   verla   después   de   su   caída,   me   dijo   que   no   me   entretuviera. «Váyase», insistió. «Baile el resto de la noche con su encantadora esposa».

Mientras  Paula  permanecía  sentada  tratando  de  no  reaccionar  a  aquellas  palabras,  el  sonido   dé   un   maravilloso   ritmo   latino   inundó   la   estancia.   Enseguida,   una   voz   masculina llena de pasión entonó una balada atormentada.

—Baila conmigo.

Paula se removió en el asiento. ¿De verdad le había preguntado eso?

-¿Quieres decir ahora?

—Sí.   No   tuve   ese   privilegio   en   el   barco,   ¿Recuerdas?   —Paula  lo   miró   con   incredulidad—.  Hazlo  por  mí...  o  por  la  señora  DeMaio.  Piensa  en  lo  mucho  que  se  alegrará cuando le escribamos una nota de agradecimiento diciéndole que disfrutamos de su regalo como ella quería.

Incluso  mientras  hablaba,  Pedro rodeó  el  escritorio  y  tomó  sus  manos.  El  corazón  de  Paula había  empezado  a  latir  con  fuerza.  Cuando la estrechó entre  sus  brazos,  el sonido fue ensordecedor. Durante tanto tiempo había soñado estar tan cerca de él que el primer contacto de sus cuerpos la conmocionó. Pero no le bastaba estar en sus brazos. Quería tocarlo, deslizar las manos por sus hombros, acariciar su rostro. Al estrecharla, la cabeza de Paula encajó bajo su barbilla como si estuvieran hechos el uno para el otro. Con el rostro apoyado entre su cuello y su hombro, pudo oler al jabón que  había  utilizado  al  ducharse.  Nunca  en  su  vida  había  sido  tan  consciente  de  las diferencias  entre  un  hombre  y  una  mujer.  Reaccionaba  a  todos  los  movimientos de su cuerpo ágil y poderoso. La leve presión de su mano en su espalda la ayudó a seguirlo. Quería que aquel momento nunca terminara.

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