—No hace falta que te pregunte qué tal te fue ayer. Sabía que mi hermana te perdonaría en cuanto supiera la verdad.
—Se portó maravillosamente. Dimos un largo paseo, hasta la pequeña iglesia que hay en la colina, y hablamos de todo. Luego pasamos el resto del día hablando un poco más... hasta las cuatro de la madrugada. Era como si no hubiésemos estado nunca separadas.
Después de una pequeña pausa, Paula continuó:
—Caro me ha dicho que Erica y tú van a casarse en la iglesia que visitamos ayer. No sabía qué esperar como respuesta, pero no estaba preparada para la mirada fiera que asomó a sus ojos.
—Cierto.
El tono brusco de su voz distaba mucho del tono suave de sus conversaciones en el barco. Tal vez todavía estuviese molesto porque Erica no lo hubiese acompañado en el crucero y no la había perdonado todavía. Los prometidos siempre se peleaban antes de la boda. Desde luego no era asunto de ella. Lamentaba haber sacado el tema.
—Creo que Caro y Ari estarán ausentes mucho tiempo, así que si me disculpas, voy a ocuparme de la colada.
—Tenemos doncellas que se encargan de eso.
—Lo sé, pero tengo que ver qué ropa voy a lavar.
—Eso puede esperar. Quiero que entres en la casa conmigo, tengo un regalo para tí.
Paula movió la cabeza.
—Has hecho más que suficiente por mí. No podría aceptarlo, sea lo que sea.
—En realidad, no es mío.
Curiosa, lo siguió peldaños arriba al interior de la casa. Atravesaron el vestíbulo y caminaron por un pasillo abovedado hasta la biblioteca.
—Por favor —le indicó un sillón de damasco que estaba junto a su escritorio. Del bolsillo de atrás sacó un CD y se lo entregó—. Es de la señora DeMaio. Recibí instrucciones estrictas de dártelo nada más verte. Como puedes ver, adjuntó una nota con su dirección, y espera que le escribas.
Eludiendo su penetrante mirada, Paula leyó el título.
—Canciones de amor portuguesas, de Felipe DeMaio —levantó la cabeza—. Es una grabación de la música de su marido.
—Así es. A mí también me dió uno. Es grato conocer a una mujer romántica.
Paula no pudo evitar sonreír.
—Te diste cuenta.
—Por supuesto. Cuando fui a verla después de su caída, me dijo que no me entretuviera. «Váyase», insistió. «Baile el resto de la noche con su encantadora esposa».
Mientras Paula permanecía sentada tratando de no reaccionar a aquellas palabras, el sonido dé un maravilloso ritmo latino inundó la estancia. Enseguida, una voz masculina llena de pasión entonó una balada atormentada.
—Baila conmigo.
Paula se removió en el asiento. ¿De verdad le había preguntado eso?
-¿Quieres decir ahora?
—Sí. No tuve ese privilegio en el barco, ¿Recuerdas? —Paula lo miró con incredulidad—. Hazlo por mí... o por la señora DeMaio. Piensa en lo mucho que se alegrará cuando le escribamos una nota de agradecimiento diciéndole que disfrutamos de su regalo como ella quería.
Incluso mientras hablaba, Pedro rodeó el escritorio y tomó sus manos. El corazón de Paula había empezado a latir con fuerza. Cuando la estrechó entre sus brazos, el sonido fue ensordecedor. Durante tanto tiempo había soñado estar tan cerca de él que el primer contacto de sus cuerpos la conmocionó. Pero no le bastaba estar en sus brazos. Quería tocarlo, deslizar las manos por sus hombros, acariciar su rostro. Al estrecharla, la cabeza de Paula encajó bajo su barbilla como si estuvieran hechos el uno para el otro. Con el rostro apoyado entre su cuello y su hombro, pudo oler al jabón que había utilizado al ducharse. Nunca en su vida había sido tan consciente de las diferencias entre un hombre y una mujer. Reaccionaba a todos los movimientos de su cuerpo ágil y poderoso. La leve presión de su mano en su espalda la ayudó a seguirlo. Quería que aquel momento nunca terminara.
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