viernes, 31 de marzo de 2017

Enamorada: Capítulo 7

Todavía con el pijama de quirófano puesto tras una operación de urgencia para abrir un vaso sanguíneo bloqueado en el corazón de un paciente, Pedro Alfonso tomó el ascensor del Centro Médico Mercy para subir a los despachos de administración, situados en la segunda planta. Habían transcurrido dos semanas desde la boda, la última vez que vió a Paula Chaves. El recuerdo de su imagen con aquel vestido lavanda casi transparente no se había apartado de su cabeza y estaba deseando volver a verla. No le importaba lo que llevara puesto. Sintió una subida de adrenalina al preguntarse con qué le sorprendería esta vez. Cuando se abrió la puerta del ascensor, salió y avanzó por el suelo cubierto de moqueta. Su puerta era la tercera a la derecha, y entró. Su asistente, Sofía Castillo, estaba tras el mostrador del área de recepción. Parpadeó dos veces al reconocerle.

—Hola, doctor Alfonso.
—Hola, Sofía, ¿Qué tal? Estás muy guapa —no le haría daño tener a la ayudante de la directora financiera—. ¿Te has hecho algo en el pelo?

La joven se tocó automáticamente los rizos oscuros.

 —No, lo llevo como siempre. Pero gracias, es muy amable de su parte.

—Soy un tipo encantador.

—No es a mí a quien tiene que convencerme, doctor —señaló con el pulgar la puerta cerrada del despacho que tenía detrás.

—Sí, ya me he dado cuenta de que no soy su tipo.

—¿Quiere usted saber mi opinión? —murmuró Sofía  mirando de reojo hacia atrás—. Creo que toda esa frialdad y esa reserva es una capa de auto protección. Creo que algún hombre la trató mal y por eso está tan a la defensiva.

—¿Te lo ha contado ella?

—No con esas palabras —reconoció la joven encogiéndose de hombros—. Pero he unido los puntos de los comentarios que hace de pasada.

—Entiendo. ¿Está ocupada? ¿Podría hablar con ella unos minutos? —preguntó Pedro.

—Déjeme que compruebe su agenda —Sofía cambió la pantalla del ordenador—. No tiene citas hoy y es casi la hora de salida, así que no tendría que haber ningún problema.

Paula  seguramente no estaría de acuerdo, porque no ocultaba el hecho de que para ella suponía un problema cada vez que le veía. Pero estaba decidido a cambiar aquello.

 —Gracias.

—No hay de qué —Sofía cerró su sistema operativo y agarró el bolso—. Yo ya me voy a casa. Le diré que está usted aquí y me despediré de ella.

—¿Qué te parece si me anuncio yo mismo y le digo que te has ido?

—Me parece bien. Buenas noches, doctor Alfonso.

Pedro la vió salir antes de rodear el escritorio, llamar con los nudillos a la puerta, abrirla y asomar la cabeza en el interior.

—¿No sabes que ya es hora de irse a casa?

—¿Qué estás haciendo aquí? —Paula pareció primero sorprendida y luego molesta.

—Sofía se ha marchado. Le dije que te lo diría.

—De acuerdo —Paula miró hacia los papeles que tenía en la mesa, y al ver que no se marchaba alzó otra vez la vista hacia él—. ¿Algo más?

—Mañana nos vamos a Dallas. Pensé que deberíamos hablar del viaje.

—Gracias, pero no es necesario. Entre Sofía y tu oficina lo han arreglado todo y ya tengo toda la información.

Pedro avanzó hacia el interior del despacho, invadiendo su espacio vital al apoyar una cadera en la esquina del escritorio. Paula entornó sus ojos azules en gesto de desaprobación. Extrañamente, para Pedro aquel gesto la hizo todavía más interesante. Como si fuera un gatito preparándose para luchar contra un toro.

El cabello rubio y corto le acentuaba los increíbles pómulos y aquella boca a la que ningún hombre podría resistirse. Aquella certeza dejaba al descubierto que se había estado mintiendo a sí mismo. Estaba convencido de que el tiempo y la distancia pondrían fin a su reacción ante aquella bella directora financiera, pero se había equivocado. También pensaba que Paula se mostraría menos a la defensiva con él tras dos semanas sin verse, pero en eso tampoco acertó. Era como si levantara una barrera cada vez que le veía, y él quería derribar esas defensas. Entonces se dio cuenta de qué era lo que había en ella que le atraía. Quería derretir el cubo de hielo que tenía en el trasero. Cuando uno era el hijo mayor de Ana y Horacio Alfonso no podía darle la espalda a un reto.

—Dime, ¿Por qué te caigo mal? —le preguntó sin andarse con rodeos.

—Ya hemos hablado de esto —contestó Paula sin contestar una vez más a la pregunta.

—Pero no estoy satisfecho.

En su última conversación le había dicho que le recordaba a alguien. Si Sofía estaba en lo cierto, tal vez se trataba del tipo que la había dejado. Paula se cruzó de brazos y no apartó la vista.

—Ese es tu problema, no el mío.

—El viaje sería más cómodo si logramos ser cordiales. Verás, Paula, sé que he presionado mucho para conseguir esta equipación.

—Así es. Y te saliste con la tuya.

A Pedro se le encendió entonces una luz.

 —¿Sigues enfadada porque te salté y fui a hablar directamente con tu jefe?

—Entre otras cosas.

Los viajes de miles de kilómetros empezaban con un primer paso. Ya se preocuparía de las «otras cosas» en otro momento.

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