lunes, 17 de abril de 2017

Enamorada: Capítulo 57

Federico siguió hablando.

—Hablé con mamá ayer y van a venir a despedirme antes que me marche a Blackwater Lake.

—¿Cómo? —Pedro se incorporó—. ¿No vas a pasar primero por Dallas?

—No hace falta. No tengo muchas cosas en el estacionamiento  porque siempre lo consideré como algo temporal.

—Pero todavía hay cabos sueltos que atar.

—Todo se puede hacer por teléfono —aseguró su hermano—. He contratado una empresa de mudanzas para que lo guarde todo en cajas y me lo envíe a Montana.

—¿No es demasiado rápido todo?

—Estoy deseando echar raíces allí. Creo que este viaje de papá y mamá es su último intento por convencerme para que no arruine mi vida. Así que te agradecería que soltaras primero tu noticia. Eso apartará la atención sobre cómo voy a malgastar mi talento en una tundra helada, como le llama mamá.

Pedro pensó que para Ana y Horacio Alfonso era muy conveniente estar allí al día siguiente. Así podrían matar dos pájaros de un tiro. Dos hijos que no cumplían con sus expectativas. Pedro no tenía más remedio que contarles la verdad cara a cara. Iba a ser padre sin casarse. No había modo de prepararse para la decepción que vería en los ojos de su madre tras lanzar aquella bomba.


Era el mejor de los días, y también el peor. La jornada laboral de Pedro había funcionado como una máquina bien engrasada. Había visto a sus pacientes en la consulta, todos habían llegado puntuales y no había habido llamadas de emergencia. Las rondas en el hospital habían ido bien, todos sus pacientes operados iban bien. Tenía la noche por delante y tantas ganas de ver a Paula que podía sentirlo en la boca. No lo admitiría ni en un millón de años, pero Federico tenía razón. Llamarla y aparecer todos los días la convencería de que tenía pensado llamar y aparecer todos los días. Le demostraría que no les abandonaría ni a ella ni a su hijo.

 Cuando estacionó en la puerta de su casa, el día se convirtió en el peor de los días. El coche alquilado de Federico estaba allí, lo que significaba que había regresado del aeropuerto, donde había ido a recoger a sus padres. Había llegado el momento de confesar sus pecados y asumir las consecuencias. Preferiría recibir una paliza, pero la desilusión silenciosa era más el estilo de la casa. Estacionó,  salió del coche y murmuró para sus adentros:

—Es hora de acabar con esto.

Cuando abrió la puerta de entrada, escuchó voces en el salón y se dirigió hacia allí. Ana y Horacio estaban sentados en el sofá de piel de la esquina que daba hacia la chimenea y la pantalla de televisión. Adam estaba en la cocina preparando unos cócteles. Se detuvo en el umbral y sonrió.

—Hola. ¿Qué tal el vuelo?

—Pepe —Ana se puso de pie y le dió un abrazo—. No hemos sufrido retrasos, gracias a Dios. Todo iba perfectamente hasta que llegamos a las montañas de Las Vegas y el calor del valle produjo turbulencias.

«Preparense», pensó Spencer para sus adentros. Ahora iban a sufrir más turbulencias aunque estuvieran en tierra firme. Pero la noticia podía esperar hasta que se tomaran todos una copa.

—Me alegro de que todo saliera bien.

Horacio le dió también un abrazo.

—Siempre me sorprende ver esas máquinas tragaperras en el aeropuerto.

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