lunes, 10 de abril de 2017

Enamorada: Capítulo 41

Cuando la nebulosa de dolor y enfado se aclaró, se dio cuenta de que sí tenía aspecto cansado. Llevaba el tiempo suficiente trabajando en el hospital como para saber que cuando un médico se tomaba un tiempo libre, el trabajo se le cuadriplicaba la vuelta. El corazón se le suavizó un poco. No era inteligente. No le convenía. Pero no pudo evitarlo.

—¿Te gustaría tomar una copa de vino?

 —Me encantaría —respondió él.

—Sígueme.

 Le sintió detrás de ella y lamentó no haberse vestido mejor. Se acercó a la nevera y sacó una botella de vino, dos copas del armario y se dispuso a abrirlo y a servirlo.

—¿Quieres cena congelada? O también puedo sacar unas galletas con queso. Y uvas y fresas.

—No tengo hambre —su voz sonó fría y enfadada.

Paula se quedó congelada. Cuando se dió la vuelta, le vió apoyado en la encimera con los brazos cruzados y mirando al suelo. Todavía llevaba puesto el pijama de quirófano y tenía el rostro surcado por líneas de fatiga. También vió algo en sus ojos. Angustia. Desesperación. Culpabilidad.

—¿Qué ocurre, Pepe?

Él sacudió la cabeza, pero ella no iba a dejarlo estar.

—No intentes decirme que no pasa nada porque veo que no es cierto. ¿Qué ocurre?

Pedro tenía la mirada oscurecida.

—Esta noche he perdido un paciente.

—Oh, Pepe—Paula se acercó, pero él rechazo el contacto—. ¿Qué ha pasado?

—Un aneurisma de aorta —apretó los labios—. Una burbuja en un vaso sanguíneo cerca del corazón. Empezó a gotear en la cavidad pectoral. El tipo es el director del laboratorio del hospital. Uno de los nuestros.

—Un trabajador del hospital —repitió Paula.

Pedro asintió.

—Estaba trabajando, empezó a dolerle el pecho y él mismo fue a Urgencias. Los análisis de sangre señalaron que tenía un ataque al corazón, pero pensaron que era un problema de vesícula por el dolor que irradiaba. Los aneurismas pueden pasar desapercibidos a menos que se haga un escáner para buscar otra cosa y te lo encuentres.

—Pero ¿Lo encontraste?

Pedro asintió.

—No era candidato a una cirugía de tórax. Se habría desangrado.

—Entonces, ¿No había nada que se pudiera hacer?

—Hay un procedimiento relativamente nuevo que consiste en introducir un dispositivo por la femoral hasta llegar a la filtración para detener la hemorragia — Pedro se pasó la mano por la cara y la ira volvió. Una ira dirigida contra sí mismo.

—¿Qué ocurrió?

—Había sido fumador. Lo dejó un par de años atrás, pero el daño ya estaba hecho. Tenía las arterias llanas de placa, crujían al tocarlas. Era imposible meter el dispositivo en ellas. Hubo un momento en que perforé el vaso sanguíneo porque estaba muy duro. Lo intenté una vez más y lo conseguí. La hemorragia se detuvo al instante.

—Eso está bien.

 Pedro sacudió la cabeza.

—Justo cuando creí que ya lo teníamos, se le paró el corazón y no pude reanimarle.

—Lo siento, Pepe. Pero no ha sido culpa tuya —Paula sabía que se estaba culpando a sí mismo, así había crecido. Se acercó un poco más y le tomó la mano—. ¿Y la familia?

—Conocían los riesgos. Diez por ciento de posibilidades de sufrir un ataque. Quince por ciento de parálisis porque la filtración estaba en un lugar conectado con la espina dorsal. Pero confiaron en mí para que le salvara.

—¿Hiciste todo lo posible? —Paula le puso la mano en la mejilla.

—Por supuesto.

—Eso pensé. Porque así eres tú —entrelazó los dedos con los suyos—. No es culpa tuya que se fumara su primer cigarrillo probablemente cuando era un adolescente rebelde y se enganchara. Hiciste todo lo humanamente posible por salvarle la vida. Eres un médico brillante, pero no eres Dios. Tú no puedes decidir cuándo ha llegado el momento de que alguien se vaya.

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