lunes, 3 de abril de 2017

Enamorada: Capítulo 18

Se reunió con ella en la puerta y le quitó la bolsa de las manos.

—Puedo llevarla yo —protestó Paula.

—Yo soy el hombre. Eso es lo que hacemos los hombres.

—En mi mundo no —la expresión preocupada había vuelto a sus ojos.

 Maldición. Había llegado el momento de cambiar de tema.

—¿Has comprado zapatillas de deporte?

—No sabía que las fuera a necesitar —aseguró ella.

—Las necesitarás para lo que tengo en mente. Es una sorpresa.

 —No me gustan las sorpresas —respondió Paula con voz tensa. Aquello le llamó la atención. Y cuando la miró vió que se le había borrado la sonrisa.

—Pues eso no está bien, señorita Chaves. Es una mala actitud que pienso cambiar.

—Buena suerte en el intento.

Para cuando hubo escogido zapatillas, calcetines y sandalias ya estaban los vaqueros listos. Se cambió el traje y la dependienta se lo guardó en una bolsa de plástico con percha. Paula estaba ahora vestida para la diversión y la intención de Pedro era que se divirtiera. Condujo hacia el West End de Dallas y salió a la autopista.

—¿Me estás secuestrando? —preguntó Paula cuando hubo transcurrido casi una hora—. Estás empezando a asustarme.

—Ya me has dicho eso varias veces. Es otra de las facetas de mi personalidad.

—No estoy muy segura de que me guste la faceta que me promete sorpresas.

—Confía en mí.

—Eso es lo que dicen todos los asesinos en serie.

 —Ya casi hemos llegado —Pedro vió la salida que buscaba y la tomó.

Paula también vió los carteles.

—Esto es Fort Worth.

—Lo sé. Vamos a ir a un corral de ganado. Es una atracción turística.

Pedro siguió las indicaciones que llevaban a una zona de aparcamiento no pavimentada, entró y tomó el tique. Tras encontrar un espacio y dejar el coche allí, salieron y caminaron. A ambos lados de la calle había tiendas de recuerdos y restaurantes con fachadas al estilo del Oeste. Cuando iban a cruzar, vió que se había reunido un grupo de gente a ambos lados.

—Espera y verás —le dijo a Paula.

Unos minutos más tarde, unos vaqueros con sombreros y botas salieron guiando una pareja de bueyes por delante de donde ellos estaban.

—En el siglo XIX los rancheros del suroeste traían aquí el ganado para venderlo —explicó Pedro.

—Mira —Paula señaló hacia el otro lado de la calle—. Ese vaquero ha estacionado el buey en un poste. Tiene unos cuernos enormes. Y la gente le está subiendo a los niños al lomo para hacerles fotos.

—¿Quieres hacerte una? —le preguntó Pedro.

Paula abrió los ojos de par en par.

—No voy a sentarme encima de un animal salvaje. Si gira la cabeza con fuerza, alguien podría perder un ojo.

—Cobarde. Creo que son viejos, están cansados y probablemente medicados — la tomó del brazo para llevarla al extremo opuesto de la calle—. ¿Qué te parece si comemos algo?

—Estoy hambrienta.

—Costillas a la barbacoa, ¿De acuerdo? Aquí hay un sitio donde las hacen mejor que en ningún lado, según mi humilde opinión.

Paula asintió y él la acompañó hasta Riske’s. Ya había pasado la hora de la comida, así que tuvieron que esperar. Tras pedir dos cervezas, costillas con patatas y maíz,  miró a su alrededor.

—Ahora entiendo por qué me has hecho comprar zapatillas y ponerme vaqueros. El viejo Oeste —dijo—. Justo lo contrario a Dallas.

—Dallas y Fort Worth son las dos caras de la moneda de Texas. Una es sofisticada, la otra salvaje. Es una unión única.
A juzgar por su expresión, Paula estaba impresionada con los suelos de madera, los manteles de cuadros blancos y rojos y la decoración tipo Oeste.

Le miró a los ojos y sonrió.

—Gracias por traerme aquí, Pedro.

 —De nada —vió que ella vacilaba y supo que había algo más—. ¿Qué pasa?

Paula  bajó un instante la vista antes de añadir:

 —Quería decirte que tal vez te haya juzgado mal.

—¿A qué te refieres?

Ella pasó un dedo por el mantel.

—No eres como yo esperaba.

—¿Y qué esperabas?

—Un imbécil.

—Gracias… supongo.

—No estoy expresándome muy bien —se disculpó Paula—. No esperaba que fueras divertido. En el hospital te muestras muy exigente y difícil, pero eres mucho más simpático de lo que yo creía.

—¿Acabas de decir que soy un médico amable?

El tono rosado que le tiñó las mejillas indicaba claramente que recordaba el comentario que hizo cuando no sabía que estaba detrás de ella.

—No tientes tu suerte, doctor.

No podía evitarlo. Paula le había dicho a su amiga que, si alguna vez conocía un médico amable, tendría relaciones sexuales con él al instante. Seguramente no se refería a los corrales de Fort Worth, pero él tenía pensado encontrar un lugar más íntimo. Muy pronto.

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