domingo, 21 de mayo de 2017

Has Vuelto A Mí: Capítulo 22

—Muy buenos —asintió y se sirvió otro—. Había olvidado cómo sabe el pan de verdad. David... —se interrumpió de inmediato, molesta por haberlo mencionado...

—¿David? —Pedro ni siquiera parpadeó—. ¿Ése es el hombre con quien estás viviendo?

—No vivo con él —se irritó Paula, aunque al momento pensó que tal vez habría sido mejor que él lo creyera—. Nosotros... tengo mi propia departamento. Él es un amigo íntimo, nada más.

—Creo que fue él quien te ayudó a poner tu negocio —la examinó con detenimiento—. ¿De verás lo hizo gratis, sin pedirte nada a cambio?

—Él no hizo nada de eso —contestó con naturalidad—. Fui yo quien tuvo la idea de abrir la agencia de niñeras en Nueva York. David sólo me ayudó a conseguir el dinero —rezongó—. Además, no sé por qué te estoy contando esto. No es de tu incumbencia.

—No —concedió Pedro—. ¿Dónde lo conociste? No parece el tipo de hombre que es amigo de Esteban Kramer.

—¿Y tú qué sabes cómo es Esteban? —exclamó Paula, tensa—. Nos conocimos mientras yo cuidaba a los hijos de un diplomático sudamericano. Soy muy buena con los hijos de otras personas. Cuando los Kramer volvieron a Inglaterra, yo fui a trabajar para los Martínez, eso es todo.

—Fin de la historia, comienzo de... ¿Qué? —inquirió él con sarcasmo.

Paula tan sólo bajó la cabeza y la conversación cesó. Cuando Pedro volvió a Hampshire, ella envidió su objetividad.

 —Dime, ¿Qué hace David  para ganarse la vida? —sus miradas se encontraron—. De verdad, me interesa. Me interesa como... amigo, si quieres. Como alguien... a quien le importas.

—Pedro... —se tensó.

—¿Qué? —su expresión era insondable y, aunque Paula no tenía ganas de hablar de David, pensó que sería un tema neutral. Aunque de alguna manera no le parecía correcto hablar de su amigo con Pedro.

—Él... tiene que ver con la bolsa de valores —comentó, con la esperanza de que eso lo dejara satisfecho—. ¿Crees que van a traer el café?

—Pronto —comentó—. Así que es corredor de bolsa. ¿Trabaja en Wall Street?

 —No —se mordió el labio—. Él... invierte en cosas. En gente y en propiedades.

—¿Es un corredor de bienes inmuebles?

 —No —era más difícil de lo que había pensado—. Ya te lo he dicho, es un inversionista.

 —¿Y uno se puede ganar la vida así? —lo dijo con desprecio.

—Bueno, pues tú estás en las mismas —protestó de inmediato—. Nunca has tenido que ganarte la vida. En realidad, no. No sé qué estás haciendo ahora, pero cuando me fui, no te costó muchos sacrificios ir la universidad.

—No sabes nada de mi vida —se disgustó, pero Paula insistió.

—Entonces, cuéntame —lo retó—. Dime qué estás haciendo ahora. Creo que no ha cambiado nada. Los Alfonso siguen siendo los más ricos del condado.

—Eso depende de cómo definas la riqueza —replicó Pedro. Guardó silencio mientras la camarera servía el café—. Seguimos siendo dueños de la tierra... o de la mayor parte —corrigió—. Pero ha habido muchos gastos. Mi padre hizo unas inversiones muy malas y perdió dinero.

—Entiendo —se humedeció los labios—. Bueno, lo siento. No lo sabía, claro; pero, de todos modos...

—De todos modos, nada —estaba molesto—. El hecho es que estoy administrando la propiedad con muy pocos recursos. Nos llevará casi cinco años recuperarnos. Siempre y cuando tengamos veranos decentes. Si no, vamos a tener que vender algunas de las granjas.

—¿Tú estás administrando Rycroft? —Paula abrió mucho los ojos.

—Lo estoy intentando —tomó otro sándwich.

—¿Y tu padre? —Paula lo dijo sin pensar. Antes se había preguntado cuánto tiempo pasaría antes de que ella viera con nuevos ojos al padre de Pedro y el papel que él había jugado en su propia vida.

—Mi padre pasa casi todo su tiempo en la oficina —contestó, sin percatarse de nada—. Desde que Hethetington se retiró...

—¿El señor Hetherington se retiró? —le parecía imposible.

Aquel hombre parecía ser parte permanente de Rycroft.

—Bueno, ya tenía sesenta y ocho años —explicó Pedro—. Además, en nuestra situación financiera, no nos pareció bueno contratar a otro administrador. No cuando mi padre dijo que él era capaz de desempeñar ese trabajo.

—¿Y... tu madre? —Paula no podía creer nada de lo que oía.

—Se las arreglará —fue seco—. Todos nos las arreglamos. Eso tenemos que hacer, ¿No crees?

«¿Y Candela?» quiso preguntar Paula, pero sentía que no tenía derecho a hacerlo. Por lo que Delfina dijo, a Candela no le importaba Rycorft, sólo la propiedad de los Berrenger. Siempre le fascinaron los caballos y parecía que no había cambiado.

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