Pau no puede volver a pensar que todos vamos a tratarla como a la hija pródiga...
—No creo que sea lo que ella espera —habló secamente. Miró con intensidad a su hija y sonrió—. Pero yo me alegro de verla, a pesar de lo que tú digas. Y espero que no vuelva a irse en cuanto pase el funeral de tu madre.
Paula sintió que la garganta se le secaba por la emoción y se acercó a la silla de su madre. Se arrodilló ante ella y le pareció que los años no habían pasado cuando Alejandra le puso una mano en la mejilla.
—Me.... gustaría quedarme... algún tiempo —dijo la chica, mientras su madre le secaba una lágrima de la mejilla. Aquello no le agradaría nada a David, pero Adriana se las arreglaría sola—. Siento lo de la abuela, pero me alegro de que así me haya dado una razón para venir.
—No necesitabas una —protestó el padre con menos severidad—Bueno, les sugiero que nos vayamos a dormir. Las vacas no van a estar contentas si no llego a ordeñarlas a la hora acostumbrada.
El sol entraba por las ventanas de la cocina cuando Paula bajó a la mañana siguiente. Era tarde, pero se sentía mucho más optimista. El día anterior le parecía como una pesadilla. Su encuentro con Pedro, la llegada tensa a la casa, el enfrentamiento con su padre... todo la había hecho sentir que no había sido una buena idea a ver a su familia. Pero las cosas estaban aclaradas y Miguel se mostraría menos duro con la chica. El día anterior, la casa estuvo llena de amigos y vecinos que fueron a dar el pésame. Aquello le facilitó las cosas pues se sintió como otra visita. Pero, todos, incluso su hermana Delfina, la trataron como una extraña. Supuso que, después de todo, no se conocían. Delfina sólo tenía catorce años cuando se fue. Ya tenía veinticuatro años, estaba casada y esperaba un bebé. No sabían nada la una de la otra. Sólo lo que su madre les había contado en las cartas. Gonzalo, su hermano, estaba en la mesa de la cocina, tomando un café con Elena Davis, la mujer que limpiaba la casa. La señora Davis había sido contratada cuando la abuela enfermó, y se quedó a trabajar con la familia. Cuando entró en la cocina, los dos se pusieron de pie.
—No se levanten—les sonrió—. Si me lo permitís, los acompaño. Ese café huele muy bien.
—Ya he terminado, además, tengo que arreglar las habitaciones. A menos que usted prefiera que le prepare el desayuno, señorita Chaves. Tenemos tocino curado en casa y huevos de granja, si quiere.
Paula negó con la cabeza, pues sabía que no hubiera estado bien aceptar la oferta de la mujer. Elena Davis era una mujer posesiva y parecía subrayar su opinión de que Olivia era una extraña al llamarla «señorita Chaves».
—Si quiero, tostaré un poco de pan más tarde —tomó una taza y se sentó junto a su hermano—. Gracias —sonrió, tensa.
—Como quiera, señorita Chaves —la señora Davis se alejó.
Paula le hizo una mueca cuando ella salió del cuarto.
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