viernes, 9 de septiembre de 2016

Trampa De Gemelas: Capítulo 58

Feli se  recostó  en  la  almohada  gruesa  blanca.  Se  le  cerraban  los  ojos  y  Paula supuso que le habrían dado algo para el dolor y se sentía somnoliento.

—No voy a jugar al fútbol este curso, ¿Verdad?

—Siempre queda el curso que viene.

El niño sonrió.

—Sabía que dirías eso. Estoy cansado, ¿Sabes?

Ella  asintió,  le  puso  la  mano  en  la  frente  y  sintió  el  calor  y  la  suavidad  aterciopelada de su piel.

—Descansa.

—Mamá —dijo  el  niño—.  Dile  algo  a  papá.  Creo  que  también  se  ha  asustado  mucho.

Pedro  saltó  de  la  silla  al  verla  y  se  quedó  inmóvil  con  la  cabeza  colgando,  la  personificación de la culpabilidad.

—Pau, no sé qué decir. Es culpa mía, tienes razón en pensarlo. Me dijo que salía a montar en bici y le dije que sí. Ni siquiera se me ocurrió pensar...

—¡Basta!

Él agachó aún más la cabeza y hundió los hombros.

—Sí, lo sé, no quieres oírlo. Y te comprendo muy bien.

Una señora de pelo blanco hacía punto cerca de ellos y miraba muy interesada a Pedro.Paula se acercó más a él y le tomó una mano con gentileza. Pedro se puso tenso y después se agarró con fuerza a ella.

—Vamos fuera —dijo Paula.

Él la miró entonces. Y ella vió un resplandor de esperanza en sus hermosos ojos.

—Sí. Está bien. Fuera.

Encontraron  un  banco  a  la  sombra  en  un  lateral  del  edificio.  Pedro empezó  a  acusarse de nuevo en cuanto se sentaron.

—Tenía que haber prestado más atención. Salió solo y...

—Pedro.

Él respiró hondo.

—¿Qué?

—No  has  hecho  nada  malo.  Y  no  tienes  por  qué  culparte  de  nada.  Tiene  diez  años  y  no  puedes  vigilarlo  constantemente.  Sabía  que  no  debía  acercarse  a  la  carretera, acaba de confesarme que no tuvo cuidado. Y es la verdad.

—Pero...

Paula tendió  una  mano  y  le  tapó  los  labios.  Rompió  el  contacto  casi  al  instante,  pero  aun  así sintió  el  fuego,  la  corriente  mágica  de  calor  que  se  producía  entre  ellos  siempre que se tocaban.

—Escúchame.  No  es  culpa  tuya.  Los  accidentes  ocurren  y  tenemos  que  dar  gracias a Dios de que Feli sólo se haya roto un par de huesos. Podemos decirle que tenga  más  cuidado  y  después  de esto  seguramente  lo  tendrá.  Pero  no  se  te  ocurra  pensar que te culpo a tí porque no es así.

Pedro la miró con la boca abierta.

—¿Lo dices de verdad? ¿No me echas la culpa?

—Claro que no. Feli se va a poner bien, así que anímate.

Pedro cerró los ojos.

—Pau... —susurró.

Algo en su voz hizo que a ella se le acelerara el corazón.

—¿Sí?

Él  se  apoyó  en  el  respaldo  del  banco,  levantó  la  cabeza  y  miró  el  cielo  del  crepúsculo.

—Yo no conocí a mi padre, pero aun así lo odiaba. Juré que nunca sería como él, que  iba  haciendo  hijos  por  todas  partes  y  después  se  marchaba.  Creo  que  por  eso  estaba  tan  furioso  contigo.  No  porque  no  me  hubieras  buscado  para  decirme  que  tenía un hijo, sino porque, a la postre, yo era igual que mi padre. Te dejé embarazada y me marché.

—Tú no te alejaste de Feli. Yo no te dí otra opción.

Pedro la miró a los ojos.

—Yo me fui de Junction y después elegí volver a casa. Y tú le diste a mi hijo un buen padre en mi ausencia, un hombre que te quería como tú merecías, que cuidaba de tí,  de los dos, mejor de lo que hubiera podido hacerlo yo en ese momento. Y ahora estás aquí, a mi lado, y sólo se me ocurre pensar en lo que podía haber hecho yo o lo que  hiciste  tú.  Pero  eso  no  importa.  Lo  que  importa  es  que estemos  juntos,  que  tú  eres  la  única  mujer  posible  para  mí  y  siempre  lo  has  sido.  Y  que, bueno,  si  todavía  necesitas que lo diga, te he perdonado, pero ahora no consigo ver que haya nada que perdonar —le tomó la mano—. Te quiero, Pau.

Ella sintió los ojos llenos de lágrimas.

—¡Oh! Me alegro mucho.

—¿Recuerdas la primera noche que viniste al rancho con Feli?

—Sí.

—Aquella noche intenté decirte algo importante.

—Pero yo no podía dejar que me lo dijeras. Todavía no.

—¿Me dejas ahora?

Paula tuvo que secarse las lágrimas.

—Sí. Oh, sí.

—Pau, el primer día que llegaste al pueblo, cuando te ví salir del coche, pensé: «Por fin. Ahora sé por qué volví al pueblo» —le pasó un brazo por los hombros y la atrajo hacia sí—. Tú eres la razón, Pau. Sólo tú.

—¡Oh, Pepe! ¡Cuánto te quiero!

—Cásate conmigo y vuelve al pueblo. O si no quieres, podemos...

Ella volvió a tocarle los labios.
—Calla.  Me  encantaría  volver  a  casa  y  vivir  en  el  rancho  con  Feli y  contigo.  Me  parece bien.  Y  mi  hermana  preparará  nuestra  boda.  Y  he  pensado  que  quiero  volver  a  la universidad,  a  estudiar  Economía.  Pero  eso  se  puede  hacer  por  internet,  así que no será un problema —le sonrió—. Bésame.

Él soltó una risita.

—Todavía no has dicho que sí.

 —¡Oh, Pepe! Llevo semanas diciendo que sí. Y por fin me has oído.

Le echó los brazos al cuello y levantó la boca hacia él.Y él la besó.Fue un beso de pasión y compromiso. De amor y perdón. Un beso enriquecido con la promesa de todos los días futuros... sus días juntos. Por fin.



FIN

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