Encontró a Paula en el pasillo de arriba, apoyada contra el marco de la puerta de su cuarto, con los brazos cruzados sobre el pecho y un pie cruzado sobre el otro. Pedro sintió deseos de abrazarla con fuerza, pero algo lo contuvo.
—¿Se ha ahogado? —murmuró.
Paula sonrió.
—Hace unos minutos he llamado a la puerta de su baño. Todavía respira, créeme.
—¿Y qué hace?
—Tomar un baño.
—Pero le gusta ducharse...
—De vez en cuando le apetece un baño. A veces se queda una hora dentro, jugando y cantando —inclinó la cabeza a un lado—. Escucha...
Pedro se esforzó por oír. La voz de su hijo desentonaba un poco. Reconoció la canción.
—¿El submarino amarillo? —Paula asintió—. Es más vieja que yo —escuchó—. Parece que se la sabe entera.
—Se la enseñó Manuel —ella lo miró a los ojos, como desafiándolo a decir algo contra su maravilloso esposo muerto.
Pedro ahogó la amargura que le producía que ella hubiera dejado a otro hombre enseñarle canciones a su hijo y se acercó un paso a ella. Y otro. Paula no se apartó. Pedro captó su aroma, cálido, fresco y dulce, que le llevaba recuerdos de una noche lejana, de una chica deseosa, una chica a la que él había llamado con el nombre de su hermana. De un vestido rosa y una corona de reina del baile y el ramo de rosas rojas que le habían dado al ponerle la corona. Recuerdos...
—Pedro... —dijo ella con suavidad.
Él levantó una mano, apoyó el dedo índice en el pulso de ella y notó que éste se precipitaba. Paula se estremeció y suspiró, incapaz de ocultar su deseo. Pedro le acarició el cuello y deslizó el dedo bajo la tela de algodón del top. Rozó los tirantes del sujetador y pensó que le gustaría quitárselo enseguida, en cuanto la tuviera a solas en su cuarto.A solas los dos...
Pedro posó la mano en el cuello de ella, con el pulgar y el índice a cada lado, y sintió de nuevo su pulso acelerado.Bajó la cabeza hacia la boca de ella, pero no la besó. Todavía no. El aliento cálido de ella le rozó la mejilla. Su pecho se elevaba y caía con un ritmo agitado. De deseo. La catarata sedosa de su pelo le caía sobre los hombros. Tomó un mechón y se lo acercó a la boca para frotarlo contra sus labios. Paula soltó un gritito y se apoyó contra él ofreciéndole su boca.Él la tomó, le apartó el pelo de la cara y la besó. La lengua de ella salió al encuentro de la suya y él la apretó más contra sí, y una parte racional de su mente pensó que tenía que dejar los frenos puestos, no podía permitirse empezar a arrancarle la ropa. Feli podía encontrarlos así y... Y se olvidó de Feli. Frotó las caderas contra ella, con el miembro tan duro que resultaba doloroso, tan duro que sólo pensaba en arrancarle las bragas y hundirse en su calor sedoso.
Sorprendentemente, a pesar de la niebla densa que lo envolvía, permaneció consciente del lugar donde estaban y en cierto momento se dio cuenta de que Feli había dejado de cantar. Ella también debió notarlo, ya que se separaron a la vez, él con un gemido, ella con un gritito. Pedro retrocedió. Le ardía todo el cuerpo.Sus ojos se encontraron. Y después la mirada de ella pasó por encima del hombro de él hacia la puerta del cuarto de Feli.
—Sigue ahí —susurró.
Pedro respiró hondo y contó hasta diez. Hizo uso de toda su fuerza de voluntad y consiguió que su erección remitiera lo suficiente para que dejara de presionar el pantalón. Oyó ruido de pies descalzos.
—¿Por fin estás listo, Feli? —preguntó Paula.
—Sí. He venido a darles las buenas noches.
—Que duermas bien —dijo ella.
Pedro sonrió y levantó una mano a modo de saludo.
—Hasta mañana, campeón.
Feli frunció el ceño y los miró por turno.
—Están raros. ¿Qué pasa? —sonrió lentamente—. Bueno, ya lo pillo. Es esa cosa de los novios, ¿Verdad?
Paula hizo una mueca.
—Sin comentarios, amiguito. Vete a la cama.
Feli se volvió, todavía sonriendo, y los dejó solos.
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