viernes, 16 de septiembre de 2016

Otra Oportunidad: Capítulo 18

—No estoy casado.

—Ah.

Paula comió un poco más antes de seguir.

—No quiero hablar con la prensa.

—Pues habla con algún editor. Podrían publicar un libro con tu historia…

Ella se encogió de hombros.

—Mi vida solo me interesa a mí.

—Y a mí.

Pedro la miró de tal modo que Paula se dejó llevar por su calidez. Era encantador, y supuso que todo un seductor con las mujeres. Pero no quería pensar en eso.

—Imagino que los miembros del jurado también sabrán que soy inocente… — murmuró.

—Por supuesto. Y se sentirán tan mal como yo por haberte condenado sin motivo.

—Si todos me invitan a cenar, no tendré que cocinar en dos semanas —bromeó.

—Y si vendes tu historia, no tendrás que preocuparte por el dinero durante bastante más tiempo —puntualizó.

—¿Intentas convencerme para que la venda?

Paula dejó el tenedor a un lado. La comida estaba muy buena, pero no podía más.

—No, ni mucho menos. Doy por sentado que el dinero te preocupa, y sería una forma relativamente fácil de conseguirlo —respondió.

—Espero conseguir un empleo… aunque los ex presidiarios no lo tienen fácil.

—Tú no eres una ex presidiaria. Por lo menos, técnicamente —dijo—. ¿No te lo ha explicado Esteban? Tu juicio se ha anulado y por supuesto también se ha limpiado tu ficha policial. Es como si nunca te hubieran encerrado en esa cárcel.

—No, claro que no… solo he pasado ocho años en ella para jugar con las presas y divertirme un rato —se burló.

—Todos los que vean las noticias esta noche sabrán que eres inocente. No tendrás problemas para encontrar trabajo.

—¿Y si los tengo?

Paula necesitaba creer en sus palabras y confiar en él, pero había aprendido a no hacerse ilusiones.

—Entonces, diles que me llamen y yo me encargaré del asunto.

—¿Donde está Mariano? —dijo de repente.

Se lo había estado preguntando desde que Pedro le dijo que lo habían visto en San Francisco.

—No lo sabemos. La policía lo está buscando.

—¿Mató al otro hombre?

—Bueno, las pruebas parecen indicarlo…

—Mira que bien. Condenar a una mujer inocente no los preocupó demasiado. Pero si se trata de un miembro de una de las familias más ricas de Denver, se lo toman con mucha cautela.

—No voy a discutir ese asunto contigo. No es el propósito de nuestra cena.

Paula lo miró y jugueteó con la comida. No era tonta; sabía que pasaría mucho tiempo antes de que pudiera permitirse una cena como aquella y había disfrutado hasta el último bocado. Pero no podía más. Pedro insistió en pedir tarta de chocolate para los dos y ella se limitó a mirar mientras el camarero servía los enormes pedazos con salsa caliente y helado como acompañamiento.

—Si me como todo eso me pondré enferma —dijo.

—Lo dudo mucho. A las mujeres les encanta el chocolate…

—Tal vez, pero engordaré treinta kilos.

Pedro la miró y ella se llevó un pedazo a la boca.

—Estás demasiado delgada.

Paula hizo caso omiso del comentario. Sabía que tenía razón, pero era un asunto demasiado personal e intimo para oírlo de sus labios. Alzó la mirada e intento adivinar sus pensamientos. Se preguntó si seria sincero al afirmar que solo pretendía enmendar el error que había cometido ocho años antes. Aunque así fuera, no había forma de enmendarlo. Lentamente, saboreando cada cucharadita, se comió el postre.

Pedro no quería dejar a Paula en el motel, pero no tuvo elección. Estacionó bajo la marquesina del edificio y dijo:

—Este lugar esta cerca del centro y hay varias líneas de autobuses. ¿Estarás bien?

—Sé cuidar de mi misma —dijo ella—. Gracias por la cena.

Paula abrió la portezuela y recogió las bolsas que había sacado del maletero cuando salieron del restaurante.

—Paula…

Ella lo miró.

—¿Qué?

—Si necesitas algo, lo que sea, llámame.

Pedro le tendió una tarjeta. En la parte de atrás había escrito los números de su teléfono fijo y del móvil.

—No necesitaré nada. Me las arreglaré.

—Ya, pero por si acaso.

El instinto de protección de Pedro había aumentado tras pasar la velada con ella. Paula era una mujer más despierta que la mayoría en algunos sentidos, puesto que a fin de cuentas había estado ocho años en la escuela de la cárcel. Pero en otros aspectos, sabía tan poco como una chica de pueblo recién llegada a la ciudad. Estaba decidida a ser independiente y él solo quería facilitarle la transición, hacer algo para borrarle la amargura de unos ojos cuya mirada lo perseguiría siempre. Por desgracia, no podría intervenir hasta que ella se lo pidiera.

—No necesito nada más de tí.

Paula cerró la portezuela y entró en el vestíbulo del motel. Pedro golpeó el volante del vehículo con las dos manos.

—¡Maldita sea! Tú y yo no hemos terminado; Paula Chaves, ni mucho menos —se dijo en voz alta.

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