domingo, 25 de septiembre de 2016

Otra Oportunidad: Capítulo 46

En la calle hacía frío, pero el día estaba despejado. Además, la temperatura de San Francisco era mucho más elevada que la de Denver. Paula echó un vistazo a su alrededor y le pareció extraño que estuvieran en un lugar tan bonito y que su vida fuera, en comparación, tan difícil.

—Todavía no puedo creerlo. He perdido ocho años de mi vida por la falta de escrúpulos de ese hombre. ¿Cómo puede haber gente tan miserable?

Pedro la tomó del brazo.

—Olvídalo, Paula. Si te obsesionas con eso, solo conseguirás llenarte de amargura y emponzoñar tu vida. Ese hombre cometió un error. Todos lo cometimos. Pero ahora sabemos la verdad y se hará justicia —declaro él—. Tienes que ser fuerte.

—Para tí es fácil de decir. No has perdido ocho años por culpa de un canalla como ese. Ni has tenido que entregar a tu hijo en adopción.

—Encontraré a tu hija —afirmó.

—¿Qué?

Paula lo miró con asombro.

—He dicho que encontraré a tu hija. Y me aseguraré de que está bien —añadió, con tono solemne.

—¿Puedes hacerlo?

Paula habló en un murmullo. Para ella era tan importante que ni siquiera se atrevía a albergar esperanzas al respecto. Pero necesitaba saber que su hija se encontraba bien y que vivía con una buena familia.

—Técnicamente no, pero al infierno con las leyes… Si puedo localizarla, lo hare e investigaré su situación —respondió.

—¿Y si no está bien?

—Entonces haremos lo que sea necesario por remediar la situación.

—Oh…

Paula sintió una punzada de dolor. Quería que su hija volviera a su lado, pero sabía que eso era imposible. Había pasado demasiado tiempo y no tenía derecho a aparecer de repente y trastocar su vida.

—En cuanto sepa algo, te lo diré —continúo él—. Pero no será hoy… nuestro vuelo no sale hasta mañana, así que deberíamos tranquilizarnos un poco y disfrutar del tiempo que nos queda. Venga, Paula, vamos a buscar esos tranvías…

El resto del día quedo grabado en la mente de Paula como uno de los mejores de su existencia. Pedro hizo lo posible por lograr que se olvidara de Mariano,  y lo consiguió.

Volvieron al hotel para ponerse ropa más cómoda e inmediatamente fueron en busca de los tranvías. Ella nunca había subido a uno, y le encanto subirse y apretarse contra él cuando avanzaban entre los automóviles o tomaban una curva y el conductor tocaba la campana. Además, las vistas de la bahía de San Francisco desde lo alto de la calle Hyde le parecieron espectaculares. El agua era de un color azul intenso, cuajado de diminutas velas blancas. Durante el paseo por el centro se llevo la sorpresa de que los precios eran aún más caros que en Denver. Echaron un vistazo a los escaparates, entraron en una librería y compraron varios libros. Ella pensó que se sacaría el carne de una biblioteca en cuanto regresaran. En la cárcel se había acostumbrado a leer porque la lectura era la única forma de escapar del encierro.

Comieron en Chinatown y dieron un paseo por la Pequeña Italia antes de dirigirse al paseo marítimo y ver el famoso muelle 39, con sus tiendas de ropa y sus fotografías de películas viejas. Después, entraron en una chocolatería. Ella compró un par de cajas de bombones y salió para esperar pacientemente a Pedro, que se quedó dentro.

—¿Que has comprado? —preguntó ella.

Pedro alzó una bolsa más pequeña que la suya.

—Una tableta para Fran. Creo que le gustará.

Se quedaron junto al mar hasta que se hizo de noche y empezó a hacer frío. Entonces, él preguntó:

—¿Te apetece que vayamos a cenar y nos retiremos pronto al hotel?

—Me parece perfecto.

—Podríamos cenar en uno de los restaurantes de Pescadores de la zona.

—De acuerdo…

Paula lo miró. Pedro llevaba un buen rato cargando con las bolsas de libros, así que preguntó:

—¿Quieres que las lleve yo?

—No, no hace falta.

Él la tomo del brazo con su mano libre y caminaron hacía la parte más vieja del paseo. Las luces de los distintos restaurantes iluminaban los muelles. Eligieron uno y entraron. Era sábado por la noche y estaba lleno de gente, de modo que Paula se apretó contra Pedro e intentó controlar su claustrofobia. Por fortuna, una de las paredes era un inmenso ventanal que daba al mar y daba la impresión de que se encontraban en el exterior. Pero eso no evito su pánico. Mientras esperaban a que les dieran una mesa, se empezó a sentir más y más nerviosa.

—¿Estás bien? Si quieres podemos ir a otro sitio…

—Si, por favor —dijo, agradecida por la oferta.

Cuando salieron, ella se disculpó.

—Discúlpame. Tengo tantos miedos que ni siquiera puedes llevarme a cenar…

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