domingo, 11 de septiembre de 2016

Otra Oportunidad: Capítulo 5

—Su prometido fue asesinado un par de semanas antes de que matara a Mariano Winters. Y sus padres ya habían fallecido para entonces.

—Si es que verdaderamente mató a Winters… —dijo la directora.

—¿Es que lo duda? —pregunto con frialdad.

Gloria se encogió de hombros.

—Desde el primer día ha insistido en que es inocente. Ha sido una presa modelo, a pesar de lo del niño, y nunca se mete en líos. Su expediente está tan limpio que solo pone que se porta bien y que tiene una única amiga en la cárcel.

Pedro la miró con asombro.

—¿Lo del niño?

La directora arqueó las cejas.

—Estaba embarazada cuando llegó. Dió a luz seis meses después y tuvo que entregar al bebe en adopción. No tuvo más remedio. La habían condenado a cadena perpetua, así que tomó la decisión más razonable.

—No sabía que estuviera embarazada…

Pedro no había encontrado ese dato en los archivos del caso. Pero ahora, después de estudiarlos con detenimiento, sabía que Adrián había actuado de forma bastante apresurada. Tenía prisa por conseguir la condena. Quería encontrar al culpable del asesinato de Winters para ganar las elecciones a la fiscalía. Sin embargo, eso no explicaba que el abogado defensor no hubiera aprovechado el detalle del embarazo a favor de su cliente. Si hubiera sido suficientemente convincente, el estado físico de Chaves y su depresión por la muerte de Sergio Anderson habrían servido para que la declararan inocente o para que recibiera una pena menor.

—No creo que ella lo supiera cuando llegó —explico la directora—. Supongo que las semanas anteriores habían sido tan intensas para ella, con la muerte de su prometido y el juicio, que tenía la cabeza en otras cosas.

En ese momento llamaron a la puerta. La mujer cruzó la habitación y abrió.

—Adelante. Espere fuera —le indicó al guardia—. Saldremos enseguida.

Pedro miró a Paula cuando entró en el despacho y se quedó asombrado. Ya no era la jovencita atractiva que recordaba, de largo cabello rubio, mejillas sonrosadas y figura esbelta. Ahora era una mujer, aunque con un aspecto tan demacrado que le recordó a los prisioneros de los campos de concentración. Tenía el pelo muy corto, casi más corto que el suyo, y la delgadez remarcaba sus pómulos. Pero lo que más le llamó a la atención fue la expresión hostil de sus ojos. Había madurado. Pedro esperaba ver a la joven de ocho años atrás y se encontró con una persona muy diferente.

—Imagino que conoce al señor Alfonso. Es ayudante de fiscal —comento Gloria Griffin.

Paula no lo había visto hasta entonces. Se quedó helada al reconocerlo, pero reaccionó enseguida y le dedicó la más despectiva de sus miradas.  Pedro lo comprendió. A fin de cuentas era corresponsable de que terminara sus días en la cárcel. Había hecho lo posible para que los miembros del jurado la condenaran.

Paula asintió.

—Sí, ya lo sé. Señor Alfonso…

—El señor Alfonso acaba de llegar de Denver para hablar con usted. Los acompañaré a una de las salas de visita. Síganme.

Gloria salió del despacho y Paula la siguió sin decir una palabra, con Pedro a escasa distancia. Segundos después entraron en una sala pequeña. Una de las paredes era de cristal y daba al pasillo; además, tenía una ventana con barrotes desde la que se veía el estacionamiento de la prisión. La directora se volvió hacía Pedro y estrechó su mano.

—Si necesita verme después de su entrevista, estoy a su disposición. De lo contrario, le deseo un buen viaje de vuelta.

—Gracias.

La directora cerró la puerta. Uno de los guardias se quedó fuera, en el pasillo, apoyado en la pared. Gracias al cristal podía ver todo lo que sucediera en la habitación, pero no oiría nada.

Paula caminó hasta la mesa. Después, se giró, miró a Pedro con detenimiento y recordó los días del juicio. Los peores días de su vida. Los años lo habían tratado bien. Parecía más fuerte, de hombros más anchos, y en su mirada había una seguridad de la que carecía ocho años antes. Pero le sorprendió que todavía fuera ayudante de fiscal.

—¿Quiere sentarse? —pregunto él, señalando una de las sillas.

Paula se sentó con cautela y dejó  la chaqueta en la silla contigua.

—¿Que quiere? —pregunto ella con frialdad.

Pedro se acomodó frente a ella, dejó un maletín sobre la mesa y extrajo un expediente bastante voluminoso.

—Hablar sobre el asesinato de Mariano Winters —respondió, seco.

—Mariano estaba vivo la última vez que lo ví —afirmó con voz firme y expresión hostil—. Pero si no recuerdo mal, usted no me creyó en el juicio. Y supongo que tampoco me creerá ahora.

—Señorita Chaves… hace ocho años, en septiembre, asesinaron a un hombre en el domicilio de Mariano Winters. Le pegaron un tiro en la cara —declaró—. Gerardo Winters identificó  el cadáver de su hijo. En esa casa no vivía nadie más y tampoco se informó de la desaparición de una persona con aspecto parecido. De hecho, desde entonces no se ha vuelto a ver a Mariano Winters. No lo han visto sus familiares ni sus amigos. Nadie ha usado su cuenta bancaria. Todo el mundo lo da por muerto y nada parece indicar lo contrario.
Paula lo miró en silencio. Eso ya lo sabía. Lo había escuchado en el juicio.

—¿Se le ocurre algún motivo por el que Winters quisiera marcharse de Denver? —continuo él—. ¿Alguna razón para no que no se pusiera en contacto con su familia ni usara sus documentos de identidad?

Ella sacudió la cabeza.

—Lo único que sé es que aquella noche vino a verme. Estaba muy alterado y me pidió que lo perdonara por haber causado la muerte de Sergio. Había sido un accidente y yo lo sabía. Pero si él no hubiera estado borracho, Sergio seguiría con vida —respondió—. No sé nada de ningún disparo. No sé nada de ningún muerto. Cuando Mariano se marchó de mi departamento, estaba vivo y perfectamente sano.

—¿Y no volvió a verlo? —preguntó con sarcasmo.

—Respondí a esas preguntas hace ocho años. Lo dije alto y claro, pero su compañero, el fiscal, retorció los hechos y los falseo para que me condenaran.

—Dígame una cosa… ¿Es que no come nunca?

La pregunta le pareció tan extraña que Paula lo miró con sorpresa.

—Claro que como.

—No lo suficiente. Está en los huesos. Una ráfaga de aire se la llevaría volando.

Ella lo miró con enfado.

—¿Y qué importancia tendría? No tengo motivos para vivir. Seguiré en prisión hasta el fin de mis días, así que preferiría ahorrar tiempo y morirme ahora.

A Paula le asombró su gesto de sorpresa. No podía ser tan estúpido como para pensar que le gustaba estar en la cárcel; además, lo había perdido todo. Mientras otras personas trabajaban, adquirían su primera casa, tenían familia, ella estaba confinada en una celda de cuatro metros cuadrados. Mientras otras personas salían a cenar, ella compartía sus comidas con mil doscientas presas más. Mientras otras disfrutaban de su intimidad, ella no tenía intimidad alguna. Y debía enfrentarse a los ataques de claustrofobia a todas horas.


3 comentarios:

  1. Muy buen comienzo! Ya me atrapó! Cuanta culpa va a cargar Pedro cuando comprueben el error!

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  2. Wowwwwwww, qué fuerte va a ser esta historia. Ya me atrapó. Muy buen comienzo.

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