viernes, 16 de septiembre de 2016

Otra Oportunidad: Capítulo 19

Pedro despertó de repente, todavía asustado por la pesadilla. Respiraba con dificultad, pero poco a poco recordó donde estaba, reconoció los familiares objetos de la habitación y se relajó hasta volver a la normalidad. No había sufrido una pesadilla en muchos años. Y aquella había sido tan real que sus efectos tardaron en desaparecer. Apartó el edredón, se levantó y camino rápidamente a la ventana. El frío aire del otoño heló las gotas de sudor que se aferraban a su piel. Contemplo el paisaje para tranquilizarse. La luz de la luna lo bañaba todo con una luz gris, sin color, pero consiguió borrar el intenso realismo del sueño. Había estado persiguiendo a Paula y a su hijo, acosándolos con fotografías de hombres con las caras destrozadas a tiros. Se dirigió a la cocina. Sabía que ya no podría conciliar el sueño, y faltaba tan poco para el alba que sería mejor que se vistiera y se marchara a trabajar. Además, le esperaban más informes y declaraciones de los que podía leer en un solo día. Puso la cafetera y se apoyo en la encimera con los brazos cruzados, mientras esperaba.

La velada de la noche anterior no había salido como lo había imaginado. Paula había estado muy tranquila. Recordó sus miradas de curiosidad a los clientes, el placer con el que disfruto de la comida y su alegría ante el postre de chocolate. Hasta llevarla al motel había resultado fácil. Ahora solo faltaba por saber si le permitiría hacer algo más.

Encendió la luz, se sentó en el sofá y estiró las piernas. Había pasado mucho tiempo desde el juicio. En aquel entonces, el era un abogado demasiado joven, demasiado entusiasta y con demasiados deseos de tener éxito. Pero ahora, ocho años después, estaba cansado y se preguntaba si su labor merecía la pena. Dedicaba sus días a perseguir delincuentes. Algunos terminaban en la cárcel y otros no. Tenía la impresión de que sus esfuerzos resultaban inútiles; eran como nadar contra una corriente creciente e interminable. Apoyó la cabeza en el respaldo y poso la taza de café en su liso estomago. Esteban  Johnson quería la reelección, lo que significaba que había que acelerar los casos y conseguir condenas para demostrar a los votantes de Denver que el fiscal era implacable con el crimen. Sin embargo, eso no cambiaría nada. No serviría para reducir la inseguridad, ni desde luego detendría a los grandes delincuentes. No tendría más efecto que el de aumentar las papeletas a favor de Esteban Johnson en las urnas.

Abrió los ojos y miró a su alrededor. El salón estaba decorado con buen gusto, por cortesía de su dueño anterior. Pero aquella casa nunca le había parecido un hogar; no era como la cabaña. Había recorrido un largo camino desde sus principios en el sur de Denver. Gracias a Noelia, conocía a todas las personas importantes del Estado y tenía acceso a todos los círculos del poder. Pero no sabía para que. Suspiró y pensó en su matrimonio fracasado. Cuando se caso con Noelia pensó que lo tenía todo. Iban a esquiar a Aspen, se marchaban a Europa de vacaciones y se relacionaban con la flor y nata de la alta sociedad. Un día, descubrió que aquella forma de vida le aburría. Necesitaba más. Lamentablemente, Noelia no era de la misma opinión. Lo único bueno de todo aquello era Franco. Pedro adoraba a su hijo. Lo quería ciegamente. Sin reservas, y esperaba que el pequeño lo quisiera del mismo modo y que no desarrollara el resentimiento que él mismo había sentido hacía su padre. Solo tenía que asegurarse de no cometer los mismos errores. Cuando Franco creciera, él estaría a su lado para ayudarlo y apoyarlo en todo lo que pudiera. No se refugiaría en el alcohol ni despreciaría sus sueños. No se dejaría llevar ni se encerraría en los recuerdos del pasado.

La experiencia con su padre lo había marcado tanto que Pedro se obsesionó en su juventud con la idea de ser alguien. Trabajo, se esforzó, llegó a la universidad y terminó la carrera de Derecho. Luego se casó con Noelia y pensó que había alcanzado todos sus objetivos, pero después comprendió lo que estaba pasando e intentó recobrar el control de su vida. No tenía que demostrar nada a su padre. Solo quería ser un modelo a seguir para su hijo. La vida no consistía en demostrar nada, y debía enseñarle esa lección a Franco.  Tal vez había llegado el momento de tomar decisiones. Terminó el café, dejó la taza en la mesa y se levantó. Tenía que vestirse y marcharse a trabajar.



Noelia Walker se miró en el espejo con el biquini de color rosa. Contempló su figura con desapasionamiento y se miró un par de veces de lado, pasándose una mano por su piel morena. Al margen de unas cuantas arrugas aquí y allá, su cuerpo seguía tan firme y esbelto como a los veinticinco. O como a los veinte. Acababa de cumplir treinta y dos, pero en el peor de los casos no parecía mayor de veintiocho. Al pensar en ello, frunció el ceño y se preguntó cuanto tiempo le duraría. Las mujeres no envejecían tan bien como los hombres. Pedro estaba perfecto a sus treinta y cuatro años. No había engordado ni un kilo y en su pelo, oscuro y rizado, todavía no había aparecido la sombra de una cana. Ella, en cambio, debía teñirse todos los meses. Pensó que seguiría siendo un hombre atractivo hasta los sesenta o setenta años, mientras ella se desesperara con dietas y ejercicios de todo tipo en un intento desesperado por aferrarse a su juventud. Suspiró y observó su cara. A Martín le gustaba. Decía que estaba enamorado de ella, y debía de ser cierto, porque le había pedido que se casaran. Ciertamente, había demostrado ser generoso con su tiempo y con su dinero. A diferencia de Pedro.

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