Entraron en la casa con Fargo. Feli se dirigió a la habitación de juegos del sótano a jugar con la videoconsola. Paula subió las escaleras hasta el dormitorio amplio y alegre que le había asignado Pedro y se puso a abrir la correspondencia que había hecho que le enviaran desde San Antonio. Mientras abría y clasificaba facturas, pensaba que tendría que hablar con Pedro y convencerlo de que ya era hora de contarle la verdad a Feli.
Pedro llegó a casa desde el bufete y se detuvo justo en el interior de la puerta. La casa estaba tan silenciosa que conoció un momento de soledad. Lo primero que se le ocurrió fue que Paula y Feli se habían ido.Imposible. Ella no se atrevería.La señora Graciela salió al vestíbulo desde el comedor.
—Señor Alfonso... —¿Dónde están Felipe y su madre? —preguntó él con ansiedad.
—El chico está en el cuarto de juegos. La señora Torres ha subido a su habitación.
Pedro sintió un gran alivio... y una especie de debilidad.
—Gracias.
La mujer se volvió por donde había llegado y Pedro bajó al cuarto de juegos, donde encontró a Feli tal como le habían dicho. El niño se sentaba en el suelo con las piernas cruzadas y estaba inmerso en un juego de monstruos. Una criatura verde explotó de pronto en la pantalla gigante.
—¡Muerto! —gritó Feli. Fargo, tumbado a su lado, levantó las orejas. Miró a Pedro, movió la cola y soltó un gruñido de saludo. Feli le lanzó una mirada rápida y siguió con los dedos pegados a los controles—. Hola. ¿Quieres jugar? Fargo se levantó y se acercó. Pedro le rascó detrás de las orejas.
—Tal vez más tarde.
—Está bien.
—¿Tu madre está arriba?
—Creo que sí.
El perro volvió a tumbarse en el suelo y Pedro volvió a las escaleras. Subió deprisa hasta la planta baja, pero después aflojó el paso y siguió su camino sin hacer ruido. No quería que ella lo oyera acercarse, aunque se negaba a pensar por qué.La puerta de la habitación estaba abierta, así que se detuvo en el umbral y la miró anhelante.Sabía que ella también se sentía atraída por él, porque se lo había dicho ella misma. Y, sin embargo, él la evitaba. Pero ahora, observándola desde el umbral, se preguntó por qué. ¿Qué sentido tenía? Cierto que lo que había hecho era imperdonable y que no podía confiar en ella, pero seguía sintiendo un fuerte anhelo por ella. Vivían en la misma casa, ¿Y por qué tenía que pasar las noches solo, ansiando su contacto y su calor, su suavidad y su dulzura?¿Por qué tenía que permanecer despierto atormentado por recuerdos de aquella noche de tantos años atrás?¿Por qué negarse aquello cuando ella le había dicho con toda claridad que también lo deseaba? Cierto que Paula había roto sus sueños de tener una vida juntos. Ahora sabía que eso sólo había sido una fantasía tonta. ¿Pero por qué no podía poseerla, si negándose eso sólo conseguía desearla aún más? La observó girar un poco en la silla y tender el brazo hacia un cajón. Entonces lo vió y se quedó inmóvil con el brazo extendido y el pelo sedoso cayéndole sobre un hombro. Contuvo el aliento y se enderezó.
—Pedro, no te... —le temblaba la boca.
Él observó su rostro inolvidable, los rasgos delicados y la boca exuberante. El ojo izquierdo ya no estaba hinchado y había dejado de llevar la venda. El corte en la sien, cruzado con puntos, se veía rojo y feo.
—¿No qué? —preguntó él con suavidad.
Paula tragó saliva.
—No sabía que estabas ahí.
Pedro se encogió de hombros y entró en la habitación.
—¿Pedro? —preguntó ella con voz ronca. Se levantó de la silla—. ¿Qué haces?
Él cerró la puerta. Paula se llevó una mano a la boca.
—¿Quieres que me vaya? —preguntó Pedro.
Paula dejó caer la mano a un costado. Tragó saliva y lo miró a los ojos.
—No —susurró—. Quédate, por favor.
Y él se acercó y la tomó en sus brazos.
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