domingo, 11 de septiembre de 2016

Otra Oportunidad: Prólogo

Su corazón se había desbocado; tenía las palmas húmedas y el estomago revuelto. No podía respirar y durante un momento tuvo miedo de desmayarse. Estaba segura de que todos los presentes en la sala del tribunal podían oír los latidos de su corazón y sentir el terror que empapaba cada célula de su cuerpo. Aquello había ido demasiado lejos. Quería que la pesadilla terminara.

Fijó la mirada en el panel de nogal de la mesa del juez, todavía vacía. Después hizo un esfuerzo por dejar de oír los sonidos de la sala, que se habían vuelto más y más familiares con el transcurso de los días, e intento recobrar el control.

Estaba demasiado asustada. Ni en sus peores sueños habría imaginado que las cosas podían ir tan mal. Se suponía que el sistema legal de Estados Unidos estaba diseñado para defender la justicia, no para burlarse de ella. Pero los doce hombres y mujeres que componían el jurado la habían condenado por un delito que no había cometido. Osciló levemente, mareada.

La pesadilla no tenía fin. Metió las manos debajo de la mesa y se pinchó en un pulgar para despertarse. Sintió un dolor súbito e intenso, pero seguía en el tribunal a la espera de la sentencia del juez. Tenía ganas de vomitar. Se había sentido enferma desde hacía semanas. No podía comer, no podía concentrarse, no hacía nada más que rebelarse contra la injusticia de aquella situación. Pero sin demasiado éxito. El jurado estaba en un lateral de la sala. A punto de oír la sentencia de culpabilidad que sus miembros habían exigido.

De reojo, observó que el joven ayudante del fiscal estaba cómodamente recostado en su butaca, charlando con alguien a quien no podía ver sin girar la cabeza. En cuanto al fiscal, estaba sentado muy recto y tenía una sonrisa radiante y pagada de sí misma. Le pareció increíble que dudaran de su declaración. La última vez que había visto a Mariano Winters, estaba con vida. Respiró a fondo y se frotó las manos en la falda para secar el sudor y tal vez su miedo. Luego, bajo la mirada a la mesa. Norberto Lind, su abogado, había ordenado todas sus carpetas.

—¿Te encuentras bien? —pregunto él, en pleno ataque de tos.

Norberto estaba enfermo desde el principio del juicio, pero había seguido adelante  porque sabía que era su única esperanza. Ella negó con la cabeza.

—Creo que voy a vomitar —suspiro.

—Aguanta un poco. Esto terminara enseguida.

Su tono fue tranquilizador, pero no tuvo efecto en Paula. Aunque el juicio estuviera a punto de concluir, la pesadilla no terminaría nunca. Miró de nuevo al fiscal. Había sido implacable en el ejercicio de sus funciones, especialmente cuando ella subió al estrado. Intento convencerlo de que no había hecho nada malo, pero él la presiono hasta que la puso nerviosa y consiguió que la declaración de Paula sonara vaga y confusa.

Era lógico. Paula no tenía la habilidad suficiente para enfrentarse a un fiscal con años de experiencia. Sobre todo a uno que se presentaba a la reelección y estaba loco por conseguir una condena que le hiciera ganar votos entre los electores. Se había tornado el caso como si fuera una venganza personal contra ella. Solo quedaba la esperanza de que su abogado pusiera las cosas en su sitio y minimizara el daño a ojos de los miembros del jurado. Pero creía que no lo había conseguido. Y que no le quedaba más salida que la apelación. El juez apareció en ese instante y se sentó detrás de su mesa.

Paula contuvo lagrimas de miedo y frustración cuando el recién llegado dió el acostumbrado golpe de mazo. Volvió a secarse las manos en la falda y miró al hombre con el corazón en un puño.

—Tenemos que ponernos de pie —dijo Norberto.

Su abogado le tendió una mano para ayudarla. Paula se levanto. Le temblaban las piernas cuando miró a los hombres y mujeres del jurado. Eran desconocidos. No sabían nada de ella. No habían tratado a Sergio ni a Mariano. No tenían más datos al respecto que unas pruebas falseadas. No tenían ningún derecho a decidir sobre su destino.

—Encontramos a la acusada, Paula Chaves, culpable de homicidio en primer grado…

Paula oscila otra vez y su abogado la sostiene. Lo ve todo como a través de la niebla y siente que la nausea se hace insoportable, pero contiene la respiración en un esfuerzo por evitar el vomito. Por lo menos le queda el orgullo.

—…la condenamos a cadena perpetua…

En ese momento siente el deseo de reír. Había ido a Denver para labrarse un porvenir y tal vez casarse y tener una familia. Solo tenía veintiún años entonces y toda la vida por delante, pero ahora sabe que no tendrá que preocuparse por el futuro El Estado de Colorado lo había decidido por ella. Iba a pasar el resto de su vida en la cárcel por un delito que no había cometido.

—Apelaremos —dijo Norberto, tosiendo.

Paula lo miró unos segundos y dirigió la vista al fiscal, que la observaba con satisfacción mientras varias personas se acercaban a él para felicitarlo. Sonreían, reían, le daban palmaditas en la espalda como si hubiera logrado algo prodigioso. Pero solo le había arruinado la vida.

Los periodistas se agolpaban al otro lado de la barandilla de madera que separaba a los espectadores y a los actores del drama jurídico que acababa de terminar. Hacían preguntas, fotografías, intentaban llamar la atención. Justo entonces, el alto y moreno ayudante del fiscal se volvió hacía ella y la miró. En sus ojos había un brillo de compasión. Paula sostuvo su mirada con la esperanza de que hiciera algo.

—Soy inocente —susurró.

Tenía que llegar a él. Tenía que conseguir que la creyera. Alguien debía creer en ella.

—Vamos, señorita.

Un agente de policía se acercó y le puso unas frías esposas de acero en las muñecas. Paula se giró, dió dos pasos y perdió el conocimiento.

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