domingo, 18 de septiembre de 2016

Otra Oportunidad: Capítulo 27

Comieron perritos calientes, tomaron unos refrescos y pasearon por el recinto hasta que la luz de la tarde empezó a menguar y la brisa se volvió demasiado fría. Entonces volvieron al coche.

—Como todavía es pronto, iremos a mi casa hasta la hora de cenar —dijo Pedro.

—¿Podré enseñarle mi habitación a Paula, papá? —preguntó Franco desde el asiento trasero.

—Seguro que le gustara…

Paula miró al niño.

—Por supuesto que sí. ¿Tienes una habitación en casa de tu padre y otra en la de tu madre?

—Sí, pero me gusta más la de papa. Me deja hacer lo que quiero… en cambio, mama me vigila todo el tiempo y nunca me deja que saque más de un juguete a la vez.

Paula miró a Pedro.

—Comprendo. ¿Y no lo obligas a recoger sus juguetes?

—Solo cuando esta a punto de marcharse.

—Además, tengo un tren —continuó Franco—. Da vueltas y más vueltas y puede ir muy deprisa o muy despacio.

—Por lo visto, tienes muchas cosas que enseñarme…

A Paula siempre le habían gustado los niños, y por un momento deseo retomar el camino perdido y convertirse en profesora.

El piso de Pedro resultó estar en un complejo lujoso y con medidas de seguridad impresionantes. Tuvieron que pulsar unos botones para poder estacionar el coche e introducir una tarjeta magnética en una ranura para subir al ascensor. Luego, al llegar al vestíbulo, se cruzaron con un guardia que los saludo y pasaron a un segundo ascensor. Su casa estaba en lo más alto del edificio. Paula ya se había puesto nerviosa cuando llegaron a su destino y salieron del pequeño receptáculo. Tenía la piel húmeda y dificultades para respirar. Pensó que había cometido un error al subir a su casa; sobre todo porque después tendría que bajar por el mismo procedimiento.

Pedro le puso una mano en el hombro y miró hacía el corredor.

—Por aquí…

Ella dió un paso atrás, pero reacciono enseguida y avanzó en la dirección que le había indicado. Pedro siempre había sido amable con ella. No era un bruto como los guardias de la cárcel ni había dado la menor muestra, en ningún momento, de querer causarle daño físico. Pero sus viejos miedos se resistían a desaparecer. Siempre esperaba lo peor. Cuando entraron en el piso, le pareció elegante y caro. Muebles de metal y cristal, sillones de cuero y predominio de los tonos negros y plateados.

—Ven conmigo, Paula—dijo Franco, tirándole de la mano—. Mi habitación esta en este lado de la casa…

—Deja que se quite primero la chaqueta —intervino Pedro.

—¡Quiero que vea mi habitación! —protestó el niño.

—Cuando se quite la chaqueta —insistió su padre.

—Vamos, Fran, no creerás que tu habitación va a desaparecer porque tardemos un poco más en llegar… —bromeó Paula.

—No, pero quiero que la veas ya…

Paula se quitó la chaqueta, se la dió a Pedro y siguió al pequeño. El dormitorio le pareció perfecto para un niño, y tuvo la impresión de que Pedro no le había negado ni un solo juguete. El tren estaba montado en el suelo, junto a las ventanas. Había estanterías llenas de coches, camiones, pelotas, soldados, revistas y comics.

—Es una habitación preciosa —dijo ella.

Franco se empeñó en enseñarle como funcionaba el tren, y después le pidió que le leyera una historia. Paula no pudo negarse, así que el chico se sentó en el suelo y ella empezó a leer el primer libro que encontró. Nunca había hecho nada parecido, y se preguntó si la madre adoptiva de su hija también le leería historias. Al cabo de unos momentos, Pedro apareció en la entrada y contempló la escena con interés.

—¿Querías algo? —preguntó Paula.

—Me preguntaba si querían beber algo. Tal vez un chocolate…

—¡Sí! —exclamó Franco—. ¿Podemos tomarlo aquí?

—Sabes que no quiero que se coma en las habitaciones.

Franco frunció el ceño y miró a Paula.

—Pídeselo tu. Seguro que a tí te deja…

—Tal vez, pero tengo que seguir las normas como los demás —dijo ella.

—Los llamaré cuando el chocolate esté preparado.

Paula sonrió a Franco y se estremeció. Por primera vez en mucho tiempo, era felíz. Le encantaba estar allí. Pedro los llamó al cabo de unos minutos. Bajaron al salón y Franco se abalanzó sobre el chocolate, aunque antes tuvo la precaución de ponerse una servilleta.

—El de Franco está templado, pero el tuyo está caliente. Ten cuidado —le advirtió.

Paula se sentó frente al niño y lo miró con alegría. Mirar a Franco le resultaba mucho más fácil que mirar a su atractivo padre. Pero el pensamiento le incomodó.

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