domingo, 11 de septiembre de 2016

Otra Oportunidad: Capítulo 3

—¿Has dicho que es de hace ocho años? Es posible que este en los archivos, así que podría tardar un par de días… —dijo Rosana.

—No. Lo quiero hoy mismo —dijo.

Pedro tomó aliento y se pregunto que haría si Mariano estaba efectivamente vivo y coleando en San Francisco. Pero cada cosa, en su momento. Primero debía estudiar el expediente y ver si se había cometido algún error. Si lo había, lo investigaría. De lo contrario, hablaría personalmente con los Burroughs.

Decidió que no le diría nada a su jefe hasta saber un poco más. A Esteban Johnson le encantaba ser fiscal. Dos años después de que Adrián saliera reelegido, murió de un infarto y Esteban lo sustituyó. Después, se presento a las elecciones y las ganó con facilidad. Era un buen fiscal, aunque había cometido un par de errores de cierta importancia en el ejercicio de su cargo.

Sin embargo, solo faltaban cuatro semanas para la siguiente consulta electoral y Pedro sabía que Esteban tenía ambiciones políticas. Si le contaba sus sospechas, insistiría en que retrasara cualquier investigación hasta después de las elecciones. Se pasó una mano por el pelo. Tenía que revisar el expediente y ver si habían pasado algo, lo que fuera, por alto. Justo entonces recordó la cara de Paula Chaves. Una joven esbelta, de largo cabello rubio y grandes ojos azules, muy atractiva a su modo. Recordó su expresión de miedo, la confusión que se dibujo en sus rasgos cuando supo que la iban a condenar. Como si no creyera que fuera posible.

Había sido su primer caso de asesinato y el estaba tan sometido como Adrián a la presión de las inminentes elecciones. Además, en esa época ya estaba saliendo con Noelia y quería ganar el caso a toda costa para impresionarla a ella, a su padre y a toda su familia. Casi todas las pruebas contra Chaves eran circunstanciales, pero tenía un motivo para matar y disponían del video que había grabado un reportero de televisión en el entierro de Sergio Anderson, donde ella amenazaba a Mariano. Se sentó y acerco el teléfono. Un segundo después estaba llamando al domicilio de los Burroughs. Veinte minutos más tarde, al Departamento de Policía de San Francisco.


El sol le calentaba la espalda cuando Paula hundió la azada en el suelo. Era octubre, pero la temperatura era agradable y se había quitado la chaqueta. Sus músculos se tensaron contra la rica y fragante tierra; después, se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano e inhalo el aire fresco de la montana. Sabía que el tiempo estaba a punto de cambiar y que tendría que trabajar en el interior de la cárcel. Durante varios meses, hasta la primavera siguiente, haría demasiado frío para estar en el huerto. Odiaba el confinamiento. Y se sentía más encerrada cuando no podía salir a trabajar. A veces le desesperaba tanto que tenía ganas de gritar hasta perder la cabeza.

Las mujeres que estarían a su alrededor, charlando, empujándose, riendo, aumentarían la sensación de sofoco. Cuando llegara marzo, le parecería tan insoportable que sufriría ataques de pánico al entrar en el comedor y tendría que hacer un esfuerzo para respirar cuando la llevaran a su celda. Lo peor de la cárcel era precisamente la falta de espacio, la claustrofobia permanente. Por suerte, todos los años la destinaban al grupo que trabajaba en el huerto y podía disfrutar de cierta libertad durante varias horas al día. De no haber sido por eso, se habría vuelto loca. Trazó un surco profundo en la tierra y se preguntó si tendría suerte con las verduras. Sus calabacines habían sido los más grandes del año; les había echado más fertilizante del recomendado, pero naturalmente no se lo había dicho a los guardianes.

—Chaves…

Paula alzó la mirada y dio un paso atrás, inconscientemente, al ver al agente. Era un hombre musculoso y de aspecto agresivo que siempre le producía aprensión, pero tomo aliento y controlo su expresión para que no supiera que le daba miedo. Llevaba tanto tiempo en aquel sitio que se había convertido en una especialista del fingimiento.

—¿Sí?

—La directora quiere verte. Paula parpadeó, sorprendida. No había visto a la directora desde hacía cinco años.

—Pero…

—¡Ahora!

Miró la azada con asombro. Era la primera vez que la llamaba a su despacho y se preguntó que se traería entre manos.

—¿Dejo las herramientas en su sitio o van a volver a traerme?

—No lo sé. Déjalas aquí mismo. Supongo que será una cosa rápida.

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