domingo, 11 de septiembre de 2016

Otra Oportunidad: Capítulo 4

Paula dejó la azada, recogió la chaqueta y se la colgó al hombro. Después, avanzó junto al guardia dejando tanta distancia entre ellos como era posible sin llamar la atención. No quería tener problemas con los agentes de la prisión. La mayoría eran mujeres, pero no eran menos desagradables que sus compañeros.

Desde el huerto hasta las oficinas de la cárcel había un buen trecho, de manera que tuvo tiempo de sobra para volver a preguntarse por el motivo de aquella llamada. No había visto a la directora desde que una guardiana le pegó una paliza para dar ejemplo a las demás, según dijo. ¿Habría hecho algo malo? Pensó en lo sucedido durante los días anteriores y no se le ocurrió nada. Se había limitado a trabajar y a ocuparse de sus propios asuntos, como siempre. Su única amiga era Marisa, pero la iban a soltar en pocos meses y se portaba especialmente bien para no tener problemas.

Suspiró y sintió una profunda tristeza ante la perspectiva de separarse de su amiga. Cuando se marchara, estaría sola. Pero no debía envidiar su libertad. Marisa la había ayudado mucho durante esos años y no habría podido sobrevivir sin sus consejos y su apoyo. La iba a echar mucho de menos. Tanto como a Sergio. Pero no quería pensar en Sergio. Eso también se lo había enseñado ella: no pensar en cosas demasiado dolorosas. Entre los muros de la prisión no podía hacer nada, así que no tenía sentido que se torturara con ello. Esperaba que la reunión con la directora fuera breve. Quería volver al huerto y disfrutar tanto como pudiera del sol de otoño. En poco tiempo la confinarían en el edificio principal y tendría que enfrentarse a un invierno duro y largo.


Gloria Griffin, la directora de la prisión, observó a Pedro Alfonso desde su butaca. Él le devolvió la mirada y se pregunto si Paula Chaves tardaría mucho.

—No esperábamos su visita —dijo la mujer mientras ordenaba unos documentos.

—Es que ha sido una decisión repentina.

Era cierto. Había sido repentina y, probablemente, estúpida. Pero Pedro no se había podido resistir a la tentación. Se recostó en su asiento e intentó mantener la paciencia. No tenía intención alguna de dar explicaciones. Antes tenía que hablar con Paula y averiguar unas cuantas cosas.

—Chaves no sabe que tiene visita ni quien es usted. Solo he ordenado que la traigan —dijo.

—¿Tienen alguna sala de interrogatorios? ¿Algún lugar donde podamos hablar a solas? —pregunto él.

Ella sonrió.

—No somos el departamento de policía, señor Alfonso. No tenemos salas de interrogatorios; solo de visitas. Si le parece que mi despacho es poco apropiado, pueden charlar en una de ellas.

—No me parece inapropiado, pero no quiero molestarla —dijo él con educación.

La posibilidad de molestar a la directora no le preocupaba en absoluto. Simplemente no quería que escuchara su conversación con la presa. En el fondo, deseaba estar equivocado. Deseaba que el encuentro con Chaves lo convenciera de que ocho años atrás se había hecho justicia.

La mujer volvió a sonreír.

—Es muy amable de su parte. Cuando lleguen, los acompañaré a una de las salas.

Pedro asintió. Tal vez estuviera perdiendo el tiempo, pero no podía despreciar la posibilidad, por remota que fuese, de que Mariano Winters siguiera con vida. La policía de San Francisco no había localizado al hombre que los Burroughs habían visto. Habían investigado en sus archivos, en los registros de electores e incluso los datos de la dirección general de tráfico, pero no encontraron a ningún Mariano Winters.

Sin embargo, localizaron una empresa donde un hombre que respondía a su descripción había estado trabajando hasta dos semanas antes. La policía hablo con el gerente y le enseño una fotografía, que reconoció. El individuo en cuestión se llamaba o se hacía llamar Juan Wiley. Por fortuna, sacaron varias huellas dactilares de su mesa de trabajo y las habían enviado a Denver para que las analizaran. Ahora estaba en búsqueda y captura. El asunto de Juan Wiley y los errores que había descubierto en el expediente del caso justificaban sobradamente su desconfianza y su presencia en la cárcel.

Ocho años atrás se había convencido de que Paula Chaves había asesinado a sangre fría a Mariano Winters porque este había causado la muerte de Sergio Anderson, su prometido. Ahora ya no estaba tan seguro. Las noticias de San Francisco y los fallos del expediente eran inquietantes. Tanto como la identificación positiva del gerente de la empresa y el hecho de que Juan Wiley hubiera desaparecido, casualmente, el día en que los Burroughs lo vieron.

—Le confieso que siento curiosidad. Chaves no ha recibido una sola visita en todo el tiempo que lleva con nosotros. Y de repente aparece usted, un ayudante del fiscal de Denver.

Pedro entrecerró los ojos.

—¿Ni una sola visita?

—Ni una. Ni llamadas telefónicas ni cartas. Hasta donde yo sé, Paula Chaves está completamente sola en el mundo.

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