viernes, 9 de septiembre de 2016

Trampa De Gemelas: Capítulo 57

Para  entonces,  Pedro se  sentía  lo  bastante  desgraciado  para  contárselo  todo  a  su  hermano... que  no  podía  perdonarla  por  lo  que  había  hecho,  que  le  había  propuesto matrimonio y ella lo había rechazado, que ella tenía la ridícula idea de que no podrían ser felices hasta que él superara su resentimiento hacia ella.

—Mira  atrás,  hermanito  —le  dijo  Fede  cuando  terminó  —.  Cuando  te  fuiste  de  este  pueblo estabas  deseando  largarte.  ¿Y  ahora  dices  que  te  hubieras  quedado  por  Paula...  si  te  hubiera dicho  la  verdad?  De  acuerdo,  puede  que  sí.  Y  en  dos  meses  habrías sido desgraciado. Estabas decidido a largarte y ver el mundo fuera de Texas. Y no habrías tardado en sentirte furioso con ella por retenerte aquí.

Pedro intentó hacer vez la luz a su hermano.

—No se trata tanto de que no me lo dijera al principio, pero cuando tuvo a mi hijo y no hizo ningún esfuerzo por...

Fede no le dejó terminar.

—Está  bien.  Supón  que  ella  se  hubiera  esforzado  más  por  localizarte.  ¿Qué  habría pasado?

Pedro se enderezó en su sillón.

—Habría vuelto a casa.

—¿Sí?  Sí,  claro  que  sí;  sé  que  habrías  vuelto  y  habrías  cumplido  con  tu  deber  aunque entonces  no  estuvieras  preparado  para  una  esposa  joven  y  montañas  de  pañales. ¿Cuánto tiempo crees que habría durado ese matrimonio?

—Yo habría...

Fede volvió a interrumpirlo.
—No, hermanito. Las cosas son como son. Y si miras al pasado con sinceridad, verás que te habrías enfurecido de igual modo con ella por cargarte con una familia para la que no estabas preparado.

—¡Maldita sea! Yo...

—No he terminado. ¿Se puede saber qué te pasa?

—Eso  era  entonces  y  lo  que  tiene  que  preocuparte  es  el  ahora  —Fede movió  la  cabeza—. Yo pensaba que eras más listo; pensaba que sabías que un hombre no debe nunca decir no al amor de la mujer idónea. ¿Quieres un consejo?

Pedro dejó su vaso en la mesa y se levantó.

—No.

—Pues te lo voy a dar igual.

—Buenas noches, Fede.

—Vete a San Antonio —le gritó éste cuando ya salía por la puerta—. Dile a esa mujer que la quieres y suplícale que vuelva contigo.

¿Y él había intentado hablar con Fede? Pedro no volvería a cometer ese error en el futuro inmediato.Pero  no  podía  olvidar  las  cosas  que  le  había  dicho  su  hermano.  ¿Y  si  tenía  razón? ¿Y si en todo aquello había bastante más de lo que él veía? Cuando  se  marchó  del  pueblo  para  ver mundo,  sentía  cierta  tristeza  por  haber  perdido  a  la  mujer  que  deseaba,  pero  también  huía  de su  mezquino  abuelo  y  del  pueblo que lo llamaba bastardo a sus espaldas.

El  sábado  después  de  comer  fue  a  su  estudio  y  siguió  pensando  en  lo  que  le  había dicho su hermano.Llevaba unos veinte minutos mirando sin ver la pantalla del ordenador cuando Feli apareció en la puerta con el casco de la bici en la mano.

—Voy a salir un rato a montar en bici, papá.

Pedro asintió con la cabeza.

—Que te diviertas.

—Lo intentaré.

Feli se marchó y Pedro siguió pensando en las palabras de su hermano. No sabía cuánto tiempo llevaba allí, recordando el pasado, cuando sonó el teléfono.

—¿Diga?

—¡Oh,  Dios  mío!  —dijo  una  voz  de  mujer  que  no  reconoció—.  ¡Oh,  señor  Alfonso...!

—¿Quién habla?

—Ailén Martino.

—Lo siento. El nombre no me suena.

—Vivo  en  el  pueblo,  pero  eso  no  importa.  Señor  Alfonso,  estoy  en  la  carretera  estatal,  donde  empieza  el  camino  que  va  a  su  casa.  Su  hijo  está  aquí  conmigo.  He  pedido una ambulancia.

Pedro sintió que el suelo se hundía bajo sus pies.

—Una ambulancia... —repitió como un estúpido.

—Sí. Oh, lo siento mucho, señor Alfonso. Ha habido un accidente.

Cuando  recibió  la  llamada  de  Pedro,  Paula acababa  de  llegar  a  la  casa  con  un  montón de bolsas de comida en los brazos. Oyó lo que tenía que decirle, hizo algunas preguntas  pertinentes  y, cuando  tuvo  las  respuestas  que  buscaba,  prometió  que  iría  lo antes que pudiera.Colgó  el teléfono  y  se  quedó  apoyada  en  la  encimera  de  la  cocina  respirando  hondo.En  cuanto  creyó  que  podía  andar  sin  caerse,  pensó  en  la  comida.  Empezó  a  vaciar las bolsas, pero se quedó inmóvil con una caja de cereales en una mano y una hogaza de pan en la otra. ¿A quién le importaba la comida en un momento así?Dejó  la  caja  y  el  pan  en  la  encimera,  tomó  el  bolso  y  las  llaves  y  salió  al  garaje por la puerta de la cocina.Llegó  a  Junction  en  un  tiempo  récord.  Había  violado  unos  cuantos  límites  de  velocidad,  pero  consiguió  llegar  al  hospital  Alfonso Memorial  de  una  pieza  y  sin  una  sola multa. Cuando entró en la habitación de Feli, eran poco más de las ocho de la tarde.

—¡Mamá! —su  hijo  estaba  sentado  en  la  cama  con  un  brazo  escayolado  y  un  corte  en  el labio  hinchado.  Debajo  de  las  mantas  se  adivinaba  el  bulto  de  la  pierna  escayolada. Tendió el brazo bueno hacia ella.

Paula lo abrazó con gentileza y reprimió las lágrimas.Un brazo y una pierna rotos, varias heridas y golpes... Pero  se  pondría  bien.  Pedro  ya  se  lo  había  dicho  por  teléfono,  pero  ella  necesitaba verlo por sí misma, ir allí corriendo y abrazarlo.«Se pondría bien...»

—Mamá, me vas a estrangular —protestó.

Paula, que sabía que no podía tenerlo abrazado eternamente, lo soltó.

—¡Vaya! Mira eso...

—¡Ah, mamá!

Entonces vió a Pedro, cuando él se levantó de la silla que había en el rincón.Y  bastó  con  verlo  para que  se  le  partiera  de  nuevo  el  corazón.  Parecía  un  hombre que acabara de mirar a la muerte a la cara. Paula echó una mirada a su hijo y supuso que no era raro que el padre estuviera así.

—Estaré en la sala de espera —dijo él.

Y desapareció antes de que ella pudiera contestar. Feli empezó a charlar sin parar.

—Salí  a  la  carretera  sin  querer  —dijo—.  Llegué  al  final  del  camino  demasiado  deprisa  y  no pude  parar  a  tiempo  y  venía  una  mujer  en  una  camioneta  y... —lanzó un gemido—. Me dolió mucho, mamá. Y la pobre señora Martino tenía mucho miedo de  que  me  hubiera  matado  o  algo así.  Yo  le  dije  que  me  dolía  mucho  el  brazo  y  la  pierna  y  que  llamara  al  hospital.  Y  ella sacó  su  móvil,  pero  seguía  muy  asustada.  Cuando llamó al hospital le dí el número de papá y le pedí que lo llamara.

—Bien pensado —dijo Paula, sonriendo entre lágrimas.

—Lo siento, mamá. Sé que iba muy deprisa. No tuve cuidado.

Ella asintió con seriedad.

—Eso es verdad.

—No volveré a hacerlo, te lo prometo.

—Me alegro —dijo ella, aunque pensaba que un niño de diez años difícilmente cumpliría es  promesa.  Habría  más  heridas  y  golpes,  eso  era  normal  con  los  niños.  Pero confiaba en que no fuera nada que la asustara tanto como para saltarse todos los límites de velocidad por correr a su lado.

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