—¿Cómo va todo? —le preguntó cuando salió de su todo terreno rojo.
Paula no sabía qué contestar, pues no tenía ni idea de lo que le había contado Pedro.
Melina le sonrió comprensiva.
—Sé que Feli es hijo de Pepe. Éste se lo contó a su hermano y Fede me lo cuenta todo. Pero no te preocupes; los dos sabemos mantener la boca cerrada.
Paula suspiró.
—Pedro no quiere decírselo a Feli todavía, así que supongo que hay que guardar el secreto. No estaría bien que se enterara de quién es su padre por algún niño que se lo oyera a sus padres.
—Feli parece un niño muy sensato —comentó Melina—. ¿Por qué no se lo decís ya?
—Esa decisión es de Pedro —repuso Paula.
Melina parecía opinar igual que su madre.
—Pues en mi opinión es una decisión equivocada —soltó una carcajada—. Aunque nadie me ha pedido opinión —se acercó más a Paula—. Oye, si necesitas hablar, estoy aquí. ¿De acuerdo?
—Gracias.
—Y no dejes que te mangonee Pepe. Con los hombres Alfonso hay que tomar postura y no ceder en nada.
«Tomar postura y no ceder».A Paula no le hubiera importado hacer eso, pero Pedro no le daba ninguna oportunidad. Desde la primera noche, en la que había pasado unos minutos con ella al lado de la piscina, no había vuelto a verlo a solas.Los días iban pasando. El lunes llegaron los amigos de Feli de San Antonio para una visita de cinco días. Montaban a caballo, nadaban en la piscina y pasaban horas en el fuerte del árbol que habían hecho Feli y Pedro. El jueves por la noche invitaron también a tres chicos del pueblo. Prepararon perritos calientes en ganchos extendidos encima de una hoguera y Pedro montó una tienda en el jardín para que los niños durmieran fuera.Los del pueblo volvieron a su casa al día siguiente a mediodía. A las cinco llegó la madre de Joaquín para llevarse a Lautaro y a su hijo a San Antonio. Tenía familia en Hill Country y los niños y ella pernoctarían allí ese día para no hacer el viaje tan largo.
—Me gustaría que se quedaran más —dijo Feli, cuando Paula y ella los despedían delante de la casa—. Pero lo he pasado muy bien —de pronto la miró con solemnidad—. ¿Estás bien, mamá?
—Sí —repuso ella.
—Pareces triste.
Paula iba a negarlo, pero se recordó que había prometido no decir más mentiras.
—Puede que un poco.
—¿Por culpa de Pepe?
—¿Por qué dices eso?
—No lo sé... ¿Quieres irte a casa?
Paula pensó un momento en aquello. En lo fácil que sería estar en su casa de San Antonio llevando su vida, sin Pedro cerca en todo momento.
—Supongo que echo un poco de menos nuestra casa —confesó—. ¿Y tú?
El niño frunció el ceño pensativo.
—No. Supongo que no. Me gusta esto.
— Entonces nos quedamos.
—De acuerdo —sonrió él.
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