lunes, 5 de octubre de 2015

Tentaciones Irresistibles Parte 4: Capítulo 88

—A mí me parece que es la solución más fácil.
—En ese caso es que no eres capaz de entender nada.
Ella no quería que pelearan. Pensaba que Pedro se entristecería al saber que se iba. No había imaginado que pudiera enfadarse.
Pedro  se acercó a la ventana y clavó en ella la mirada. Al cabo de unos segundos se volvió hacia Paula.
—¿Y nosotros?
—No sé cómo puede funcionar lo nuestro —admitió Paula—. El precio a pagar es muy alto. Incluso en el caso de que dejes la campaña.
—Entonces, somos víctimas de esta guerra. ¿Todo tiene que terminar entre nosotros?
No, gritó Paula en silencio. No quería que su relación terminara.
—Me importas mucho.
—Oh, me estás haciendo sentirme muy especial.
—No —le pidió Paula, y se reclinó en el sofá—. No te pongas frío y sarcástico.
—¿Y cómo debo ponerme? Yo pensaba que te importaba. Pensaba que nuestra relación era importante para tí. Pensaba que eras la única con la que se suponía que tenía que estar —caminó hacia ella—. Tú no eres la única que tiene un pasado sentimental terrible. Primero me enamoré de una mujer que me mintió y me engañó y después me he enamorado de una mujer que no es lo suficientemente fuerte como para luchar por lo que de verdad importa.
¿Enamorarse? Entonces… Paula alzó la mirada hacia él.
—¿Pedro?
—¿Vas a ir a contarle a Luisa que te vas o prefieres que se lo diga yo? Ella cree que son amigas, así que esta noticia no le va a hacer ninguna gracia. Pero Luisa siempre ha sabido enfrentarse a sus propios sentimientos. Esa chica tiene el corazón de una leona. Es algo que admiro en ella. Pensaba que era algo que teníais en común, pero por lo visto, estaba equivocado.
A Paula se le llenaron los ojos de lágrimas. No podía ver con claridad. Pestañeó varias veces y, cuando por fin pudo ver otra vez, se dió cuenta de que Pedro se había marchado.
Así, sin más. Había oído lo que tenía que decirle y se había marchado.
Paula escondió el rostro entre las manos y se entregó a las lágrimas. No quería marcharse. Pensar en abandonarlo todo le estaba matando. No quería marcharse, pero no veía otra solución a sus problemas.


—¡Carmen! No esperaba verte hoy —Miguel se levantó y rodeó su escritorio—. ¿Ha ocurrido algo? ¿Luisa ha…?
—No, Luisa está bien —contestó Carmen mientras su marido le daba un beso en la mejilla.
Siempre parecía alegrarse de verla; otro motivo más para quererle.
Miguel le rodeó la cintura con los brazos.
—Últimamente he estado muy ocupado —le dijo Miguel mientras le acariciaba la espalda—. Entre el tiempo que paso en las oficinas y los viajes a Washington casi no te veo. Te he echado mucho de menos.
Las caricias de Miguel bastaron para activar todas sus terminales nerviosas.
—Yo también te he echado de menos —respondió Carmen—. Pero sabíamos que esto sería así si decidías optar a la presidencia.
—Es el precio de la gloria.
Miguel se inclinó para volver a besarla. Fue un beso tierno, pero tan cargado de sensualidad que Carmen estuvo a punto de derretirse. Sólo Miguel, pensó, era capaz de provocarle esa sensación. Siempre Miguel. Lo amaba más de lo que parecía posible. Tanto que hasta se sentía en secreto culpable por quererle más que a sus hijos. Pero eso no le impedía reconocer sus defectos.
Tomó aire y se apartó de él.
—Tenemos que hablar.
Miguel posó la mano en su trasero y presionó suavemente.
—¿Podemos hacerlo desnudos?
Carmen se echó a reír.
—Podría entrar cualquiera de tus colaboradores, ¿de verdad te apetece que te vean haciendo el amor con tu esposa?
—¿Por qué no? —preguntó Miguel. Se enderezó mientras hablaba, tomó la mano de Carmen y la posó sobre su erección—. ¿Qué le digo entonces a este tipo?
—Que le veré esta noche.
—Me parece una respuesta justa —la condujo hasta el sofá que había al lado de la pared—. ¿De qué quieres que hablemos entonces?
Carmen clavó la mirada en el hombre al que amaba, fijándose atentamente en todos aquellos rasgos tan familiares. Todavía recordaba la primera vez que le había visto. Su rostro le había llamado la atención en una habitación abarrotada de gente e inmediatamente había sabido que nada volvería a ser igual.
—¿Qué habría pasado si Alejandra no hubiera decidido poner punto y final a su relación? —preguntó de pronto, iniciando una conversación que no era cómoda para ninguno de los dos—. Si hubieras seguido con ella cuando fui a buscarte, ¿la habrías dejado por mí? Porque habrías tenido que tomar una decisión.
Pensaba que Miguel podía enfadarse por aquella pregunta, pero lo que hizo su marido fue acercarse a ella y acariciarle la cabeza.
—No nos hagas esto —dijo con voz queda—. No hay respuesta, Carmen. Ya lo sabes. Es una situación que no se dió y lo que pueda decir ahora no tiene ningún valor. Siempre creerás lo que quieras creer.
Tenía razón, por supuesto. Miguel la conocía mejor que nadie.
—Ella te dió algo que yo nunca he podido darte.
—Estás hablando de un hijo. Tú me has dado muchos hijos. Ocho exactamente. Pero, aunque pueda parecerte un egoísta, lo más importante para mí es que me has permitido ser yo. Yo soy el hombre que soy gracias a tí. Es posible que eso no signifique mucho para nadie, pero sé que soy mejor persona gracias a haberte amado durante todos estos años. Tú eres lo mejor de mí, Carmen, siempre lo has sido. Me ves cegada por el amor y vivo intentando estar a la altura de tus expectativas.
Aquellas palabras le llegaron hasta lo más hondo de su corazón. Se sentía de pronto expuesta e inmensamente agradecida.
—¿De verdad?
—Sí. Nunca se puede elegir de verdad. La vida ha ido transcurriendo día a día y ahora mira lo que tengo. ¿Habría elegido a Alejandra? No lo sé, desde luego, no puedo arrepentirme de haber tenido a Paula, pero jamás la cambiaría por ninguno de nuestros hijos. ¿A quién tendría que renunciar? ¿A Mar? ¿A Pedro? ¿A Gastón? ¿Qué sonrisa tendría que dejar de ver? ¿La de Luisa? ¿La de Ambar? Ellos también son mis hijos. No puedo vivir sin ninguno de ellos. Ni sin tí. Tú siempre has sido lo más profundo de mí, Carmen. Y te amo.
Miguel siempre había sido muy hábil con las palabras, pero en aquella ocasión, Carmen le creyó. Creyó lo que le estaba diciendo. Sus palabras fueron un bálsamo para ella, sanaron sus heridas y le dieron la certeza de que no se había equivocado al amar a Miguel.
—Tú eres la luz de mi vida. Sin ti estaría perdido —le confesó Miguel, y la besó.
Carmen le devolvió el beso, poniendo en sus labios toda la pasión que le embargaba en aquel momento.
Miguel se echó a reír.
—Eh, ahora me estás causando problemas a propósito.
—Quizá tengas razón —le acarició la cara—. Pero es porque creo que dentro de muy poco vas a estar muy enfadado conmigo.
—¿Por qué?
—Por lo que voy a decirte. Por lo que estoy a punto de pedirte.
Miguel cambió inmediatamente de humor.
—Tú nunca me has pedido nada.
—Lo sé —y era algo de lo que se enorgullecía. Sabía que era absurdo, pero no podía evitarlo. Tomó aire—. Pedro quiere dejar la campaña. No tiene madera de político. No quiere desilusionarte, pero ya no puede continuar a tu lado.
Miguel se echó hacia atrás y soltó una maldición.
—Le necesito. Es muy bueno en su trabajo.
—Paula quiere irse de Seattle. Se siente responsable de lo que le pasó a Luisa y de la bajada que has sufrido en las encuestas. Lo único que ella quería era encontrar a su familia y ahora cree que nos ha destrozado la vida y que la mejor manera de arreglar las cosas es marchándose.
Miguel la miró con expresión interrogante.
—¿Y tú qué crees?
Carmen le tomó las manos.
—Creo que eres el único hombre al que he querido y al que querré. Que por tí haría cualquier cosa. Estaría dispuesta a morir por ti, Miguel, lo sabes. Pero creo que ya no puedes continuar con esto. El precio a pagar está siendo demasiado alto. Ya es hora de que renuncies a tu sueño.
Miguel palideció. Pareció encogerse, sobrecogido por una inesperada decepción. A Carmen le dolía casi físicamente haber pronunciado aquellas palabras y habría dado cualquier cosa por dar marcha atrás, pero no podía. Había otras muchas vidas en juego. Podía estar dispuesta a morir por su marido, pero no a hacer sufrir a aquéllos que amaba.
Se preparó para una discusión, para la furia y la dureza de las inminentes acusaciones de Miguel. Sabía lo mucho que deseaba dejar su huella en el mundo. Pero, sorprendido por la firmeza de su esposa, Miguel le apretó la mano y susurró:
—Si eso es lo que quieres…
—¿Qué?
Miguel sonrió.
—Confío en tí, Carmen. Siempre he confiado en tí. No me pedirías una cosa así por simple capricho. Sabes lo que esto significa para mí y a lo que tendré que renunciar. Pero soy consciente de que hay cosas más importantes. Tendré que escribir un comunicado y hacer una aparición ante la prensa. Haré la típica declaración de que quiero pasar más tiempo con mi familia. Curiosamente, esta vez será verdad.
¿En serio? ¿No pensaba oponerse?
—¿Así, sin más?
Miguel la besó.
—Sí, así sin más. Carmen, te quiero. Algún día tendrás que empezar a creértelo.
Carmen tomó aire y corrió a sus brazos. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Gracias.
—No, no me des las gracias. Has sido una mujer maravillosa. Yo apenas he tenido que hacer nada para que nuestra relación funcionara —le acarició lentamente la espalda—. ¿Y si te dijera que la puerta de mi despacho tiene cerrojo?
Carmen siempre había llevado un gran peso por dentro, la pesada carga de ser la única enamorada de su relación. Pero, por primera vez después de tantos años, aquel peso había desaparecido. Se sentía ligera, felíz, llena de posibilidades.
—Te diría que echaras el cerrojo y comenzaras a desnudarte.

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