viernes, 23 de enero de 2015

Eternamente Juntos: Capítulo 17

Abandonando aquellos pensamientos, Pedro se dió media vuelta y la encontró sentada mordiéndose las uñas. Estaba muy pálida y frágil, parecía un pajarito a quien le habían cortado las alas y estaba luchando por volver a volar otra vez.
Paula alzó la cabeza y, despacio, sus mejillas cobraron un delicado color. La vió mover la garganta y humedecerse los labios con la lengua.
Pedro hizo un esfuerzo, una vez más, para no perder el control. Sabía que iba a ser duro, pero no había imaginado que lo fuera tanto. No había esperado que le doliera tanto volverla a ver. El dolor era casi físico.
—Pedro… Pedro, quiero darte las gracias por hacer esto con el fin de ayudar a los chicos… Sé que no es lo que ninguno de los dos queremos. Sólo quiero que sepas que haré todo lo que esté en mi mano para que todo salga bien.
—Gracias. No se me ha ocurrido otra manera de solucionar la situación.
—Sólo van a ser seis semanas.
—Sí.
Pedro volvió el rostro, incapaz de soportar la herida mirada azul violeta de Paula.
—Si no te encuentras bien para salir a cenar esta noche, lo dejaremos para mañana. Un día más no va a cambiar nada.
—No, estoy bien —dijo ella—. Me siento mucho mejor. Además, necesito comer algo.
Pedro se acercó a una mesa de café que había en la habitación, agarró un pequeño sobre y se lo dió a Paula.
Paula lo miró sin comprender.
—¿Qué es?
Pedro le clavó los ojos en los suyos.
—Tu anillo de compromiso y tu anillo de bodas.
Paula agarró el sobre con dedos torpes.
—¿Los guardabas?
Pedro se encogió de hombros con indolencia.
—Después de que me los devolvieras, no he tenido tiempo de ir a venderlos. Estaba esperando a que nos dieran el divorcio.
Paula sacó los anillos del sobre y se los quedó mirando.
—Será mejor que te los pongas mientras represen tamos el papel de esposos reconciliados. Una vez que se acabe todo, te los puedes quedar o me los puedes devolver, lo que quieras. A mí me da igual.
Pedro se volvió para recoger las llaves de la mesa de centro.
Paula se puso en pie. Aún le temblaban las piernas ligeramente, pero logró salir de la habitación detrás de él y llegar al coche.
Pedro guardó silencio durante el trayecto al restaurante en Toorak Road. Ella le miró una o dos veces y se le encogió el corazón al ver su tensa mandíbula y las oscuras sombras bajo sus ojos.
Pedro aparcó el coche y la condujo al restaurante. El maitre les saludó inmediatamente:
—Señor Alfonso, señora Alfonso—sus ojos se iluminaron—. ¿Qué es esto? No doy crédito a mis ojos. ¿Van a cenar juntos?
—Sí —contestó Pedro—. Vamos a celebrar nuestra reconciliación.
—¡Felicidades! Es maravilloso, ¿verdad? Nada de desagradable divorcio ni abogados usureros.
—Exacto —dijo Pedro con una sonrisa.
Paula se vió presa del remordimiento. La abogada que había contratado la había instado a pedir el cincuenta por ciento de todo el patrimonio, y ella había accedido. Había pensado que Pedro se opondría y eso prolongaría los trámites, y ella aprovecharía ese tiempo para intentar lograr su perdón. No le interesaba el dinero de Pedro, lo que quería era su amor y su perdón.
Les condujeron a su mesa y les dejaron la carta de los vinos.
—¿Qué prefieres, blanco o tinto? —le preguntó Pedro mientras leía la carta.
—Prefiero agua mineral. Quiero evitar que me dé una migraña.
Pedro la miró con expresión preocupada.
—¿Estás teniendo muchas migrañas últimamente?
—Sí… Es debido a la tensión nerviosa. Me han dado unas pastillas que me están yendo muy bien.
En ese momento, un hombre con una cámara fotográfica se les acercó, iba acompañado de una mujer con un cuaderno de notas y un bolígrafo.
—Señor Alfonso… —dijo la joven—, hemos oído hoy que usted y la señora Alfonso se han reconciliado.
—Sí, es verdad —contestó Pedro con una sonrisa—. A los dos nos hace muy felices estar juntos otra vez.
—¿Quiere eso decir que ha perdonado a su esposa por tener relaciones con Facundo Pieres? —preguntó ella con una significativa mirada a Paula.
Paula enrojeció al instante.
—Naturalmente —respondió Pedro—. Todos cometemos errores, ¿no? Hay muchos hombres que son infieles y se espera de sus esposas que, no sólo les perdonen, sino que no le den importancia. Si es válido para los hombres, es justo que lo sea también para las mujeres, ¿no le parece?
—Bueno… sí —respondió la periodista mientras anotaba en su cuaderno.

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