domingo, 19 de febrero de 2017

Cambiaste Mi Vida: Capítulo 27

—¿Me lo dices porque no tengo pareja? Si es por eso, te diré que yo no quiero volver a montar.

—A lo mejor, yo tampoco quiero volver a montar.

—Eso no es coherente por tu parte. Me acabas de decir que quieres que tu hija tenga un padre.

Paula lo miró a los ojos y vio tanto dolor en ellos que sintió que le costaba respirar. Aquel hombre necesitaba hablar de su hijo, y cuando lo hiciera, iba a sufrir mucho. Aquella situación era terrible. Si no le debiera toda la gratitud del mundo, se alejaría de él inmediatamente, pero tenía que ocultar su reacción porque se suponía que no sabía nada.

—¿Volvemos a casa? —le propuso.

Pedro asintió y se puso en pie. Mientras cruzaban la calle, ella se dijo que, por desgracia, aunque no quería estar en aquella situación, lo estaba. Conocía el secreto de Pedro y, por eso, no quería ser su enfermera. Además, no quería sentirse atraída por él, pero no lo podía evitar.


Pedro  no podía dejar de pensar en Paula. Habían pasado dos días desde su conversación en la playa y una semana desde el accidente y una agradable rutina se había instalado en sus vidas. Ella llegaba a las siete de la mañana, le tomaba las constantes vitales, le preparaba el desayuno y hacía con él los ejercicios de recuperación de la pierna. A continuación, llegaba lo que más le gustaba: el baño. Lo cierto era que  se encontraba cada vez mejor, pero no daba síntomas de ello para seguir teniéndola cerca. Estaba seguro de que si Paula se diera cuenta, se iría y no volvería. Por las noches, tras prepararle la cena, volvía a su casa. Le hubiera encantado pedirle que se quedara para no cenar solo, pero no lo había hecho ni un solo día porque sabía que Paula se quería marchar con su hija. Una vez a solas, contaba las horas y los minutos que le quedaban para volver a verla, para disfrutar de nuevo de la luminosidad de su sonrisa. Le quedaba otra semana con ella. Siete días. Una vez transcurridos, se iría.  No quería ni pensar en ello. De momento, estaba en la cocina preparándole el desayuno.

—¿Quieres zumo de naranja?

—No, sólo café.

—La vitamina c te viene bien, así que te voy a preparar un zumo de naranja.

—Si me lo ibas a preparar de todas maneras, ¿Para qué me preguntas?

—Por educación —contestó Paula sonriendo y volviendo a la cocina.

 Su presencia en aquella casa era una bendición y Pedro se dió cuenta de que llevaba mucho tiempo pensando única y exclusivamente en él. Patético, pero cierto. Ahora, sin embargo, pensaba en ella a todas horas. Cuando recordaba cómo le había contado que el padre de su hija las había abandonado. No podía evitar recordar el dolor que había visto en sus ojos. Si lo que decían era cierto y los ojos eran el espejo del alma, el alma de Paula necesitaba que la sanaran tanto como su pierna. En cualquier caso tenía la sensación de que ella  le escondía algo, tenía la extraña sensación de que sus respectivas desgracias los conectaban de alguna manera. Se debía de estar volviendo loco.

—Aquí tienes —anunció Paula dejando sobre la mesa la bandeja con el desayuno.

 A continuación, se sirvió una taza de café y se sentó en una mecedora. Todos los días le hacía compañía mientras desayunaba, aunque ella ya hubiera desayunado en casa con su hija.

—Deberías ir al médico para hacerte una revisión. Probablemente te tengan que quitar las grapas —le comentó.

—Para eso te tengo a tí —contestó,  tomándose los huevos revueltos.

—Yo no soy médico.

—No, tú eres mejor que un médico —sonrió Pedro —. En cualquier caso, no hace falta estudiar doce años de carrera para saber si uno se encuentra bien o no. Eso lo sé yo sólito. Pero, si te quedas más tranquila, te prometo que iré a ver al médico uno de estos días.

 —Mentiroso —sonrió Paula limitándose a recoger la bandeja.

—¿No me vas a regañar? —se extrañó.

—¿Para qué?

—¿Acaso no te preocupa como tenga el hombro?

—Claro que me preocupa.

—¿Entonces?

—Ay, Pedro, eres como un niño pequeño que no sabe lo que quiere y yo no estoy dispuesta a malgastar mis energías discutiendo contigo —contestó, girándose y volviendo a la cocina.

Pedro  sonrió de manera espontánea y se encontró feliz de hacerlo.

 —Muy bien, vamos a ver cómo tienes el hombro —dijo Paula  al volver al salón—. Quítate la camisa—le indicó sentándose a su lado en el sofá.

Pedro obedeció. Ella  se inclinó hacia la mesa para sacar vendas y otros objetos de su bolsa de trabajo. Al hacerlo, el jersey se le subió por la parte de atrás, dejando al descubierto su zona lumbar. Sintió un irreprimible deseo de acariciarla. Paula se irguió y se encontró mirándose en sus ojos. Aunque no era médico, le pareció que se había puesto nerviosa y se le había acelerado el corazón. ¿Por él? Aquella posibilidad le encantó.

—Bueno, lo tienes muy bien, así que te voy a quitar las grapas —anunció Paula, carraspeando—. A lo mejor, te duele un poco.

Pedro ni siquiera se enteró de que se las estaba quitando, pues estaba muy ocupado disfrutando de su cercanía y planteándose que, tal vez, debería demostrarle que era un hombre a pesar de las heridas y de que ella se empeñara en decirle que parecía un niño mimado.

— Ya está.

Pedro  decidió que era un buen momento y la agarró de la cintura.

—¿Qué haces? —exclamó ella.

Pedro le tomó el rostro entre las manos y observó la sorpresa que se dibujaba en sus intensos ojos azules. La iba a besar y ella lo sabía. Ni siquiera se movió, así que él  se inclinó hacia delante y le rozó los labios. Paula abrió la boca y Pedro no sé lo pensó dos veces. Hacía mucho tiempo que no había deseado besar a una mujer y  le hacía sentirse vivo de nuevo. Tan vivo que se moría por tocarla, así que deslizó la mano dentro de su camisa y le acarició un pecho. Al instante, Paula sintió que se le endurecían los pezones y no pudo evitar ahogar una exclamación. Ella también se moría por tocarlo y así lo hizo, dejando una estela de fuego en su hombro y en su torso. Pero, de repente, se apartó.

—Esto no puede ser, no está bien.

—¿Cómo que no? A mí me está pareciendo perfecto —contestó.

—Soy tu enfermera y no puedo saltarme las normas y tener una relación personal contigo. No me parece ético y podría perder mi trabajo.

—Te aseguro que yo no voy a decir nada —sonrió Pedro.

—No es eso, pero esto no se puede volver a repetir. Jamás.

—Pero...

—Te lo digo en serio. Me lo tienes que prometer o no volveré y mandarán a otra enfermera.

Pedro  sabía que hablaba en serio, así que accedió.

—De acuerdo.

—Muy bien —dijo ella poniéndose en pie—.Voy a recoger la cocina.

Pedro no contestó, se limitó a observarla mientras se alejaba. Paula tenía razón en una cosa: no era hombre que respetara las normas. Para muestra un botón. No le había prometido no volver a besarla, sólo había dicho «de acuerdo». Después de dos años en el infierno, volvía a sentirse vivo y era gracias a ella.

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