viernes, 4 de septiembre de 2015

Tentaciones Irresistibles Parte 4: Capítulo 10

Pedro llegó muy temprano a casa de sus padres. Había pensado en llamar a su madre por teléfono, pero al final había decidido que era mejor hablar con ella personalmente. Su padre podía pensar que se tomaría perfectamente la noticia de la aparición de Paula Chaves, pero él no estaba tan seguro.
Pero antes de que hubiera podido dirigirse hacia las escaleras, vio salir a Silvina del estudio de su madre.
—Hola, Pedro.
Pedro recordó entonces un documental sobre las arañas. Silvina le recordaba a la viuda negra, una araña capaz de esperar pacientemente el momento de devorar a su pareja.
—No sabía que estabas aquí —dijo él.
—¿Quieres decir que no habrías venido si hubieras sabido que iba a estar aquí? —preguntó Silvina con los ojos brillantes por la emoción—. ¿Tanto me odias?
—No te odio en absoluto.
Si la odiara, eso significaría que sentía algo por ella. Pero no era así. Por supuesto, no podía dejar de reconocer su gran belleza, pero ya no sentía nada por su ex mujer.
En un mundo perfecto, Silvina habría desaparecido de su vida inmediatamente después de su divorcio. Desgraciadamente, Pedro tenía la impresión de que no le iba a resultar fácil dejar de verla.
—Vaya, la Princesa de Hielo.
Pedro se volvió y vio a su hermano Ian rodando hacia ellos en su silla de ruedas. Pedro sonrió y avanzó hacia él. Se inclinó ligeramente para saludarle con el complicado ritual con el que siempre lo hacían. Por supuesto, era Pedro el que se encargaba de chocar las manos y hacer los correspondientes giros. Le resultaba más fácil que a Ian, cuya parálisis cerebral limitaba su movilidad. Pero las carencias físicas de su hermano estaban más que compensadas por su inteligencia y su creatividad.
—Siempre está por aquí —le dijo Ian a Pedro—. Creo que siente algo por mí.
Silvina se estremeció visiblemente mientras observaba el cuerpo minúsculo y retorcido de Ian en su silla de ruedas
—No seas tan desagradable —le espetó.
Ian arqueó las cejas.
—Pero después de lo de anoche… ¿Tú que crees, Pedro? Al fin y al cabo, tú eres el experto en excitar a Silvina.
Pedro miró fijamente a su ex esposa.
—No tanto como puedes creerte.
Silvina  parecía estar debatiéndose entre la furia y la necesidad de pedir clemencia.
—Pedro, no puedes dejar que me hable así.
—¿Por qué no? Ian siempre ha tenido un gran sentido del humor.
—Algo que tú eres incapaz de comprender —le dijo Ian a Silvina—. El humor no va contigo —giró la silla de ruedas para marcharse—. Adiós, cariño —gritó volviendo la cabeza.
Silvina dejó escapar un suspiro.
—Jamás he comprendido a ese chico.
—Nunca lo has intentado.
Pedro había tardado mucho tiempo en averiguar lo que Silvina sentía por Ian, pero al final había comprendido que la que en otro tiempo había sido su mujer era incapaz de mirarle siquiera. Era como si cualquier cosa que se desviara de la normalidad la repugnara. Y aquélla era una de las muchas razones por las que había decidido separarse de ella.
—Pedro, no quiero que discutamos.
Pedro  se acercó al mueble bar y lo abrió. Después de servirse un whisky, se volvió hacia Silvina.
—Y no estoy discutiendo.
—Ya sabes a lo que me refiero —se acercó a él y poso la mano en su pecho—. Te echo mucho de menos. Dime qué es lo que puedo hacer o decir para que me perdones. Sólo fue un error. ¿De verdad eres tan duro? ¿De verdad te cuesta tanto perdonarme?
—Soy el rey de los bastardos —respondió Pedro dando un sorbo a su bebida—. Literalmente.
Silvina  tomó aire, como si estuviera decidida a ignorar su provocación.
—Pedro, estoy hablando en serio. Soy tu esposa.
—Eras mi esposa.
—Pero quiero serlo otra vez.
Pedro la recorrió de arriba abajo con la mirada. Aparentemente, Silvina era todo lo que un hombre podía desear: guapa, inteligente y divertida. Podía hablar con cualquiera sobre cualquier cosa. De hecho, prácticamente todos sus amigos se preguntaban cómo era posible que hubiera dejado escapar a una mujer así.
—Eso no va a suceder —le advirtió.
—Pero yo te quiero, ¿es que eso no significa nada para ti?
Pedro  pensó en lo que había ocurrido casi dos años atrás, cuando había llegado a casa antes de lo previsto.
—No, no significa absolutamente nada para mí.

Paula permanecía en el porche de una impresionante casa de Bellevue, diciéndose a sí misma que no se iba a acabar el mundo en el momento en el que llamara al timbre. Por mucho que tuviera la sensación de que era exactamente eso lo que iba a ocurrir. Además, si continuaba mucho tiempo allí, terminaría llamando la atención de los vecinos. ¿Y qué pasaría si llamaban a la mujer de Miguel para decirle que había una mujer merodeando por su casa? Carmen Schulz abriría la puerta y la encontraría allí. Y, por supuesto, no era así como Paula quería que se conocieran.
—No paro de divagar —musitó Paula para sí—. Esto es terrible. Creo que necesito ir al psiquiatra. O un trasplante de cerebro.
Se obligó a llamar al timbre. Cuando lo oyó sonar en el interior de la casa, el corazón se le aceleró de tal forma que pensó que corría el serio peligro de estallar y salir disparada hasta la galaxia más cercana.
La puerta se abrió. Paula  intentó prepararse para lo que la esperaba, pero no tuvo tiempo. En el instante en el que vio al hombre que permanecía al otro lado, el aire desapareció de sus pulmones.
—Gracias a Dios —dijo sin poder contenerse—, sólo eres tú.
Pedro arqueó las cejas.
—¿Sólo yo? ¿No te resulto suficientemente intimidante después de nuestro último encuentro? ¿No han servido de nada mis amenazas?
—No, no, no era eso lo que pretendía decir. Me has parecido aterrador. De hecho, creo que me costará dormir durante unas cuantas semanas. Tendré pesadillas con dragones. En serio. Es sólo que, comparada con la posibilidad de encontrarme con tu madre… no quiero ofenderte, pero esto no es nada.
Pedro  ni siquiera sonrió. ¿Sería porque no tenía ningún sentido del humor o porque no la encontraba graciosa en absoluto? Paula pensó en la posibilidad de preguntárselo, pero decidió no hacerlo. Era preferible evitar situaciones que pudieran aumentar sus nervios. No tenía por qué tentar a la suerte.
Pedro  continuó mirándola fijamente durante varios segundos. Ella le sonrió.
—Creo que ahora tendrías que invitarme a entrar.
—Pero no quiero hacerlo.
—Seguro que al final termino cayéndote bien.
—Lo dudo.
—Soy una buena persona.
Aunque no parecía muy convencido, al final Pedro  retrocedió y le permitió acceder al vestíbulo.
La casa era enorme, pero al menos por lo que desde allí se veía, también acogedora. Era la clase de vivienda diseñada para conseguir que la gente se sintiera cómoda en su interior. Era una pena que aquella decoración no estuviera teniendo ningún efecto en ella en aquel momento.
Se volvió hacia Pedro, pero antes de que hubiera podido decir nada, entró un adolescente en silla de ruedas en el vestíbulo. Era un chico pálido y delgado, de ojos y pelo oscuros. Con la mano derecha controlaba el mando de la silla de ruedas mientras la izquierda permanecía doblada en su regazo.
—¿Eres la stripper que he encargado? —le preguntó a Paula al verla—. Llevo una hora esperándote. Esperaba un mejor servicio de tu empresa.
Paula inclinó ligeramente la cabeza mientras intentaba averiguar la mejor manera de manejar aquella pregunta. Al final, se decidió por la verdad.
—En realidad, no tengo cuerpo de stripper —dijo con una sonrisa—. Soy demasiado baja. Siempre me las he imaginado muy altas y con esos enormes tocados de plumas como los que llevan las coristas de Las Vegas.
—El problema es que no dejan conducir con esos tocados.
—Claro que sí, pero siempre que vayas en un descapotable y con la capota bajada.
—No le animes —musitó Pedro—. Paula Chaves, te presento a Ian Schulz, mi hermano. Puede llegar a ser detestable cuando se lo propone.

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