jueves, 17 de septiembre de 2015

Tentaciones Irresistibles parte 4: Capítulo 53

Carmen estacionó enfrente del colegio de Gastón. Sabía que debería concentrarse en la reunión a la que estaba a punto de asistir, pero le resultaba difícil concentrarse en nada que no fuera su estómago revuelto.
Estaba perdiendo a Miguel. Intentaba decirse que no era cierto, que no había cambiado nada en su situación; que lo único distinto era la información de la que disponía, pero ni ella misma se lo creía. Sentía que su marido se estaba alejando de ella y pensar que podía llegar a perderlo para siempre le desgarraba el corazón.
¿Habría olvidado Miguel a la madre de Paula? Se decía a sí misma que a lo mejor ni siquiera había estado enamorado nunca de ella. Pero sabía que, si a Miguel le sucediera algo, ella continuaría añorándolo durante el resto de su vida, que viviría únicamente para amarle. Y a lo mejor Miguel sentía lo mismo por Alejandra Chaves.
Si así era, seguramente Paula era un recuerdo constante de lo que había vivido. Le estaría haciendo revivir el pasado. ¿Sería ésa la razón por la que Carmen le sentía tan distante últimamente? Ojalá Paula no hubiera ido nunca en busca de su padre.
Carmen intentaba no culpar a aquella joven. Al fin y al cabo, ella no tenía ninguna culpa, ¿pero no podía haber intentado elegir un momento mejor para aparecer?
Miró el reloj y se dio cuenta de que, si no se daba prisa, iba a llegar tarde. Así que agarró el maletín y entró en el colegio. Los planes educativos individualizados eran la columna vertebral de aquel centro educativo. Los padres y los profesores intentaban trazar juntos los objetivos para el curso siguiente. Normalmente, la batalla de Carmen era intentar presionar para que esos objetivos fueran más ambiciosos, para que fueran un poco más allá de lo que se esperaba de cada niño. Ésa era la única manera de conseguir que realmente avanzaran.
Los profesores eran profesionales comprometidos que intentaban ceñirse a lo que creían posible. Carmen se enorgullecía de creer en lo imposible.
Diez años atrás, le habían dicho que Ian no podría sobrevivir en una clase ordinaria, de niños sin problemas. Que el ver que era el único niño diferente minaría su autoestima y que no sería físicamente capaz de asumir el reto. En aquel momento, se lo estaban disputando algunas de las mejores universidades del país, entre ellas la Universidad de Stanford y el Instituto Tecnológico de Massachusset.
Pero siempre tenía que estar librando esa batalla. Sus amigas le decían que dejara de pelear, que llevara a sus hijos a escuelas privadas, puesto que la familia podía permitírselo. Pero para Carmen lo único importante no era disfrutar de una existencia apacible y cómoda.
Ella era una madre influyente. Y cada vez que ganaba una de esas batallas, creía estar facilitándoles las cosas a otros padres sin tantos contactos ni recursos. Así que asistía a todas las reuniones y luchaba para conseguir siempre algo más de lo que la escuela le ofrecía.
Entró en la sala de reuniones. Allí estaban la señorita Doyle, que era la profesora de Gastón, el administrador de la escuela y la maestra de educación especial.
Después de los saludos correspondientes, empezaron a hablar de lo que realmente les preocupaba.
—Nuestro principal objetivo para el curso que viene es que Gastón aprenda a leer —dijo la señorita Doyle—. Creemos que para final de curso ya será capaz de leer como un niño de primer grado.
Carmen se puso las gafas y hojeó los documentos que había llevado.
—Ése era el objetivo del año pasado. Además de el de ayudarle a interactuar mejor en determinadas situaciones.
Las otras dos mujeres intercambiaron una mirada. La señorita Doyle suspiró después.
—Señora Schulz, Gastón  tiene algunos problemas de desarrollo. Tiene limitaciones. El hecho de que deseemos que sea diferente no va a ayudarle a cambiar.
Aquella maestra debía de tener unos veinticinco o veintiséis años. Mientras la oía, Carmen no sabía si sentirse como una anciana vieja y cansada o si decirle claramente que, cuando ella todavía no había nacido, ya estaba ella criando niños. Sabía mucho más que aquella maestra sobre lo que aquellas criaturas eran capaces de hacer.
—Lo que quiero —dijo Carmen lentamente—, es ampliar nuestras expectativas. Gastón recibe ayuda en casa, y puede recibir más todavía. Pero lo que no estoy dispuesta a aceptar es que después de llevar dos años aprendiendo a leer, todavía no alcance ni el nivel de primer grado.
—Gastón es un niño encantador —dijo el director—, pero nunca será un niño normal. Como la señorita Doyle ha señalado, tiene ciertas limitaciones.
—Estoy de acuerdo. Pero si entre todos decidimos que ya no puede hacer nada más, su futuro estará escrito desde este mismo momento, y yo no quiero eso. Cuanto más altas son las expectativas que depositamos en alguien, más lejos puede llegar. Es algo que se ha demostrado cientos de veces. Cuanto más se espera, más se consigue.
Carmen pensó de pronto en Pedro. Sus limitaciones no eran intelectuales, desde luego, pero tenía otras muchas carencias cuando le habían adoptado.
—¿Ha considerado alguna vez la posibilidad de que Gastón reciba una atención más individualizada en una escuela privada? —preguntó la señorita Doyle.
El director esbozó una mueca.
Carmen se quedó mirando fijamente a la profesora de Gastón.
—¿Está usted diciéndome que no es capaz de formar a mi hijo?
—No es eso, es sólo que…
—Admito que esto es un desafío para todos nosotros. Usted misma ha admitido que Gastón tiene muy buena conducta en clase. No es un niño que interrumpa la clase o cree dificultades, de modo que no encuentro ningún motivo por el que tengamos que cambiarle de colegio. Confío en que seamos capaces de elaborar un plan en el que todos estemos de acuerdo y que se adapte a las necesidades de Gastón.
El director se inclinó hacia la señorita Doyle y le dijo algo al oído que Carmen no pudo oír. Había pasado suficientes veces por aquella situación como para saber que llegarían a alguna clase de compromiso, pero que ambas partes deberían ceder en algo.

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