domingo, 13 de septiembre de 2015

Tentaciones Irresistibles Parte 4: Capítulo 39

—Pero seguramente tú ya conoces ese material —dijo.
—Tenemos un diccionario CD-ROM que enseña los signos. Y estoy completamente de acuerdo contigo, es mucho más fácil entenderlos de esa manera, sobre todo los más complicados —posó la mano en el hombro de Tatiana—. Está participando en un programa especial para estudiantes con deficiencias auditivas. Está aprendiendo a leer los labios y a vocalizar, además del lenguaje de signos. Queremos que se sienta bien en ambos mundos, en el de los oyentes y en el de los sordos.
—Me parece una gran idea —dijo Paula.
—Es complicado —admitió Carmen—. En el mundo de las personas sordas hay un gran debate sobre si deben o no mantenerse arraigados a su cultura centrándose en el lenguaje de signos. Es una opción que respeto, pero quiero que Tatiana tenga posibilidades de ser feliz allí donde decida y que pueda resolver su vida con éxito. Hay un debate apasionante dentro de la comunidad de deficientes auditivos.
Gastón tiró a Paula de la mano. Cuando ella bajó la mirada, le señaló un cuento con vistosas ilustraciones.
—Léemelo, por favor.
—Me encantaría leerle un cuento —Paula miró a Carmen—, ¿te parece bien?
—Por supuesto. Yo iré preparando la cena.
Paula abrió los ojos como platos.
—¿Cocinas tú? Oh, lo siento. No me malinterpretes. Estoy segura de que sabes cocinar, pero ¿cuándo encuentras tiempo para cocinar con tanto niño?
Carmen se echó a reír.
—No te emociones. Rara vez cocino nada complicado. Normalmente me envían la comida ya hecha. Lo único que tengo que hacer es calentarla o meterla en el horno. Y si tenemos una fiesta o una cena importante, contrato un catering. Los fines de semana, cuando tengo alguna tarde libre, algo que no ocurre muy a menudo, sí que preparo alguna sopa o un guiso. Bueno, en el cuarto de estar tienes una butaca muy cómoda, si no te importa tener a Gastón en brazos mientras le lees el cuento.
Paula le dirigió a Gastón una sonrisa.
—Claro que no me importa. Estoy deseando hacerlo.
Tomó el libro y agarró a Gastón de la mano mientras le conducía hacia el cuarto de estar, una habitación espaciosa con un televisor enorme y asientos para veinte personas. Gastón señaló una butaca de color azul oscuro.
Paula se sentó en la butaca y sentó después a Gastón en su regazo. Gastón estuvo retorciéndose hasta encontrar una postura que le resultara cómoda. Después, posó la cabeza en su pecho y suspiró. Ambar se acercó también hasta ellos.
—Yo quiero leer el cuento —dijo.
—Por supuesto. ¿Y quieres sentarte conmigo?
La niña asintió y trepó hasta la otra pierna de Paula.
—«Había una vez dos gatitos que se llamaban Callie y Jake. Tenían hermanas y hermanos y vivían en una casa azul con un jardín muy verde. Les encantaba jugar al sol y darse grandes baños». Mira qué verde tiene el césped. Ya me gustaría a mí que el de mi casa fuera igual de verde.
Ambar se echó a reír.
—Necesitas un jardinero.
Gastón, que tenía dos años más que Ambar, pero era un niño con síndrome de Down, señaló el libro.
—Gatito —dijo.
Paula les pasó un brazo por los hombros a cada uno de ellos y continuó leyendo. Mientras les leía la historia de aquellos dos gatos que daban la bienvenida a su casa a un bebé humano, se preguntó por el sufrimiento que implicaría criar un niño para el que la vida siempre representaría un desafío. ¿Serían Luisa y Gastón capaces de sacar adelante sus propias vidas, de casarse cuando se enamoraran, de envejecer…?
¿Y Leandro? Físicamente parecía igual que cualquier otro niño, pero no era capaz de aprender como los demás. Y estaba también Ian, un adolescente brillante que vivía atrapado en un cuerpo que no era capaz de controlar.
Poco a poco iba siendo consciente de la suerte que tenía al haber encontrado una familia como aquélla, pero también de todo lo que podría llegar a sufrir por ella.
Cuando Paula terminó de leer el cuento, Gastón y Ambar se fueron corriendo a jugar. Paula se acercó entonces a la cocina para ofrecerse a ayudar.
—Ya que has tenido la amabilidad de invitarme a cenar, pero estoy dispuesta a ganarme mi sitio en la mesa.
Carmen se echó a reír.
—Sí, pero tú trabajas en un restaurante. ¿Cómo voy a estar segura de que no vas a burlarte en silencio de cómo hago las cosas?
—Jamás se me ocurriría burlarme de ti. Además, yo me ocupo de la dirección. En realidad no cocino.
Carmen iba vestida ese día con unos pantalones de lana y una blusa que probablemente era de seda. Con el pelo recogido y los pendientes de perlas, parecía recién salida de la revista Campo y ciudad. Pero cuando Ambar entró corriendo en la cocina, no tuvo ningún inconveniente en agacharse para darle un abrazo.
—Me gustaría mucho comer una galleta —dijo la niña.
—Pero estoy segura de que podrás arreglártelas perfectamente sin ella. La cena estará lista en menos de una hora.
Ambar protestó.
—Pero todavía falta mucho tiempo, y tengo hambre.
—Estoy segura de que sobrevivirás.
Ambar miró a Paula con expresión suplicante.
—¿Quieres darme tú una galleta?
Paula negó con la cabeza.
Ambar suspiró pesadamente y se marchó.
Carmen tomó entonces el cuchillo que había estado utilizando para cortar brócoli.
—Está en una etapa en la que todo lo dramatiza. No me sorprendería que terminara encima de un escenario —miró a Paula—. Supongo que sabes que Ambar es cero positiva.
Paula asintió.
—¿Y no te da miedo tocarla? Antes la has tenido sentada en tu regazo.
Paula tuvo la sensación de que le estaba poniendo a prueba.
—No, no me preocupa en absoluto.
—La gente tiene muchas ideas falsas en torno al VIH.
—Sí, como de otras muchas cosas —contestó Paula con voz queda—. Supongo que tú tienes que enfrentarte constantemente a los prejuicios.
—Sí. Mucha gente cree que decidí adoptar a estos niños porque tenían problemas, pero no es cierto. A todos y a cada uno de ellos los elegí porque habían conseguido conmoverme.
Y Paula la comprendía perfectamente. En sólo dos días, habían conseguido llegarle al corazón.
Ella había preferido aplazar su sueño de tener hijos al principio de su matrimonio con Martín. Con cuidarle a él, ya tenía más que suficiente. Con el tiempo, Martín había ido haciéndose más autónomo, así que ella había comenzado a estudiar las diferentes opciones que tenía para ser madre, entre ellas, la fecundación in vitro. Cuando Martín le había dicho que quería divorciarse, había dejado de pensar en la maternidad. En aquel momento, por primera vez en su vida, comenzó a comprender qué quería decir la gente cuando hablaba del reloj biológico. Porque estaba empezando a sentir el suyo.
—Pedro me comentó que tenía que ir a un acto benéfico —le dijo—. Siento que tengas que enfrentarte públicamente a mi aparición en sus vidas.
—No lo sientas —le dijo rápidamente Carmen—, estoy segura de que todo saldrá bien.
—Nunca he hecho nada de ese tipo. Jamás he hablado en público y nunca he estado en uno de esos actos tan importantes.
—Suena peor de lo que es —respondió Carmen con una sonrisa—. Creo que iremos juntas a un almuerzo. Es lo más fácil. En cuanto a lo de hablar, te preparará el discurso alguno de los colaboradores de Miguel, y después te ayudará a ensayarlo. Hablaremos diez minutos como mucho.
En aquel momento, para Paula diez minutos eran una eternidad.
—Genial —musitó, pensando ya en los titulares de los periódicos que tendrían que contar que se había detenido para vomitar en medio de su discurso.
—No pasará nada, y yo te ayudaré. Cuando se acerque el momento, hablaremos de la ropa que tienes que ponerte y yo me aseguraré de que no tengas nada entre los dientes cuando sonrías para las fotografías.

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