viernes, 11 de septiembre de 2015

Tentaciones Irresistibles Parte 4: Capítulo 33

—Últimamente te veo mucho por aquí —dijo Carmen mientras servía el café.
Pedro tomó la taza que le ofrecía.
—¿Y eso es bueno o malo?
Carmen le sonrió.
—Humm, déjame pensar.
Pedro se echó a reír. Carmen tenía la habilidad de hacer que cada uno de sus hijos se sintiera como si fuera único. Si alguna vez él tenía hijos, esperaba ser capaz de ofrecerles ese mismo regalo.
Era pronto, apenas las siete de la mañana, pero Carmen  estaba ya perfectamente maquillada y elegantemente vestida. Siempre había sido una mujer con mucha clase.
Se reclinó en la silla y alzó la taza de café.
—La verdad es que admito que estoy intrigada. Miguel no suele discutir conmigo y ni siquiera puedo recordar la última vez que te envió para que hablaras conmigo en su lugar.
—Yo sí. Tenía diecisiete años, él había perdido a Luisa en unas galerías comerciales durante más de una hora y no se atrevía a contártelo.
Carmen sonrió.
—Tienes razón. ¿Y qué no se atreve a decirme esta vez?
—Quiere que invites a Paula a uno de tus actos benéficos, y que también vaya la prensa.
Si hubiera estado con cualquier otra persona, Pedro habría continuado la explicación, pero aquélla era Carmen Schulz. Una mujer que llevaba muchos años siendo la esposa de un político. Haría lo que le decían porque siempre estaba dispuesta a cumplir con su deber.
Carmen no cambió en ningún momento de expresión. Bebió un sorbo de café y asintió lentamente.
—Si acepto a la hija de Miguel, los Estados Unidos de América la aceptarán. Al fin y al cabo, yo soy la parte más perjudicada en estas circunstancias.
Continuaba comportándose de manera fría y racional, algo que Pedro apreciaba, aunque no era capaz de comprender cómo era capaz de guardar la compostura.
—¿No te molesta? —le preguntó—. ¿No te molesta que todo el mundo se meta en tu vida?
—Claro que me molesta, pero no puedo hacer ninguna otra cosa. Déjame mirar el calendario y ver qué tengo que hacer durante las siguientes semanas. Quiero elegir bien el acto benéfico, porque también a nosotros nos dará publicidad extra. ¿Cómo llama tu padre siempre a los periodistas?
—Chacales.
—Exacto. Pues esta vez los chacales por fin podrán hacer algo bueno.
—No sé cómo eres capaz de hacer y decir siempre lo que debes.
Su madre tensó los labios.
—Ojalá fuera cierto. Pero por lo menos lo intento, y supongo que eso es lo importante.
—Todo esto tiene que estar siendo muy duro para tí.
Saber lo de Paula en privado era una cosa y ser consciente de que todo el mundo estaba hablando de ello debía de ser otra muy diferente.
Carmen  se encogió de hombros.
—No me gusta convertirme en tema de conversación, ni ser pasto de cotilleos, pero a veces no puede evitarse. De aquí a un tiempo, la gente encontrará cualquier otro tema de conversación interesante. Hasta entonces, haré lo que siempre he hecho. Ocuparme de mi familia e intentar dejar una pequeña huella en el mundo.
—En mí ya la has dejado.
—Contigo ha sido muy fácil.
—Eso no es verdad. Te recomendaron que no me adoptaran. Decían que no tenía capacidad para socializar.
—Se equivocaban —alargó la mano a través de la mesa para tomar la de su hijo—. Tú eres la razón por la que tengo ocho hijos, Pedro. Tenía un sueño y un plan, pero no sabía que era capaz de criar a un hijo, y mucho menos a ocho.
Pero lo importante no era la cantidad de hijos que había adoptado, sino quiénes eran esos niños. Niños con necesidades especiales, tanto médicas como emocionales. Niños que mucha otra gente no quería.
—Cuando vi que tú habías salido tan bien —dijo Carmen en tono de broma—, supe que podía volver a hacerlo.
—Se lo recordaré a mis hermanos en Navidad para que me hagan unos cuantos regalos más.
Carmen se echó a reír.
Pedro la miró en silencio durante varios segundos.
—¿Sientes que papá se presente a las elecciones?
La expresión de Carmen cambió inmediatamente.
—No, es lo que siempre quiso. Creo que puede ser un buen presidente. Mejor que la mayoría. ¿Te preocupa que todas esas historias puedan perjudicarle?
—No lo sé, no soy ningún experto.
Su madre le soltó la mano y bebió un sorbo de café.
—Tienes que confiar en la gente. Estoy segura de que todo el mundo lo comprenderá. Si Miguel hubiera tenido una aventura cuando estábamos casados, la situación sería diferente. Pero esto fue antes de nuestro compromiso. Y todo el mundo puede hacer el cálculo.
—Alejandra Chaves estaba casada.
—La gente pensará que fue ella la que actuó incorrectamente, no tu padre. No es justo, pero es así.
Aquella historia la había destrozado, pensó Pedro. Había convertido a su madre en el centro del escándalo. Y peor aún, en objeto de toda clase de especulaciones sobre las verdaderas razones por las que los Schulz habían adoptado a sus hijos. Ya había oído lo que se estaba empezando a rumorean que a lo mejor Carmen no era tan buena como parecía. Que no podía tener hijos y había intentado hacer virtud de aquel defecto. Al fin y al cabo, era evidente que Miguel no era el problema.
La necesidad de protegerla era cada vez más fuerte. Habían pasado más de veinte años desde que se había hecho aquella promesa, pero la sentía arder intensamente en su interior.
Tenía ocho años cuando Carmen  le había sacado de su último hogar de acogida. Había soportado con paciencia sus pesadillas, sus rabietas y su torpeza. Le había enseñado, le había elogiado y, poco a poco, había sabido abrirse paso hasta su corazón. Pedro todavía recordaba con detalle la tarde que Carmen se había sentado a su lado y le había dicho que, si quería, podía quedarse para siempre con ella.
Pedro había hecho todo lo posible para no llorar, porque era mayor y no estaba bien que un niño de ocho años llorara como un bebé. Aun así, no había podido evitarlo. Carmen le había abrazado mientras él lloraba y le había pedido que le contara lo que le pasaba. Pero Pedro no lo había hecho. No quería que supiera lo que recordaba; no quería que supiera que todavía conservaba la imagen de su madre siendo asesinada delante de él. Recordaba lo asustado y solo que se había sentido, y también que no había sido capaz de salvarla.
Cuando se había dado cuenta de lo que Carmen estaba dispuesta a hacer por él, de lo mucho que le quería, se había prometido protegerla a ella y al resto de su familia con su vida si fuera necesario. Nadie le haría nunca daño.
Y, sin embargo, allí la tenía, sufriendo.
—Colaboraré con Paula con una condición —dijo Carmen, haciéndole volver al presente.
Pedro arqueó las cejas.
—Eso no es propio de tí.
Pedro pensó en Paula, en el beso que habían compartido la noche anterior y en los muchos besos que todavía deseaba compartir con ella. ¿Sería ésa la condición? ¿Qué se mantuviera alejado de la hija de Miguel?
Sabía que Carmen jamás se entrometería de esa forma en su vida, ni siquiera en el caso de que supiera que tenía algún interés en Paula. Pero había un problema mayor, y era que viendo a Paula podía hacer sufrir a Carmen. Ella lo vería como una traición, como si hubiera decidido apoyar a Miguel en vez de a ella. Por supuesto, no sería una deducción acertada, pero no quería causarles problemas a sus padres.
—Quiero que le des a Silvina una oportunidad —dijo su madre.
Aquélla parecía una mañana hecha para la evocación, pensó Pedro sombrío. Pero mientras que los recuerdos de sus primeros años con Carmen y con Miguel  habían sido agradables, no podía decir lo mismo de los recuerdos de su ex esposa. Por lo que hacía referencia a su matrimonio, en cuestión de segundos, se había visto reducido a un cliché: se había convertido en el marido que llegaba a casa antes de lo previsto y descubría a su esposa con otro hombre.
Por supuesto, no en su cama. Eso habría sido poco para Silvina, que siempre buscaba sensaciones fuertes. No, ella y su amante estaban desnudos encima de la mesa del comedor, un regalo de boda de la prima de Carmen. Una antigüedad, por lo visto, aunque la verdad era que Pedro nunca había prestado mucha atención a ese tipo de cosas.
Pero la imagen de Silvina desnuda rodeando con las piernas la cintura de otro hombre, gritando que quería más y con la larga melena desparramada sobre la madera se había quedado grabada en su cerebro para siempre.
Pedro alargó la mano hacia su café.
—No habrá ninguna condición. Silvina y yo hemos terminado. Es imposible que volvamos.
—¿Por qué? —preguntó Carmen—. Sé que te quiere y supongo que tú todavía sientes algo por ella. Nunca hemos hablado de lo que ocurrió. Soy consciente de que eres un hombre adulto y de que no tienes por qué recurrir a mí cada vez que tengas un problema, pero quiero ayudarte. Hacíais tan buena pareja.
Parecían hacer una buena pareja, pensó Pedro con cinismo. Esa era la diferencia. Eran una pareja perfecta, pero sólo de puertas afuera.
—Confía en mí, lo nuestro ha terminado. Y los dos hemos continuado con nuestras vidas.
—Ella no.
Pedro no sabía qué le había contado Silvina a su madre, y tampoco le importaba. Había tomado la decisión de no contarle a nadie lo ocurrido para ahorrarse la vergüenza de tener que reconocer que su mujer se había casado con él por su posición social. Silvina había jugado con él y él se lo había permitido.
Lo menos doloroso de aquella situación era que, después de dejar a Silvina, prácticamente no la había echado de menos. Al parecer, no estaba enamorado de ella. Por lo menos cuando habían puesto fin a su matrimonio. O a lo mejor nunca lo había estado. Algo de lo que no podía decir que se sintiera orgulloso.
—Parece que ya has tomado una decisión —le dijo Carmen—. ¿Puedes explicarme por qué?
—No —suavizó la dureza de la contestación con una ligera caricia—. Te agradezco lo que estás intentando hacer. Sé que te preocupas por todos nosotros. Mi matrimonio con Silvina hace mucho tiempo que terminó. Ni nada ni nadie va a conseguir que volvamos a estar juntos.
—Te conozco lo suficiente como para saber lo que significa ese gesto de determinación de tu barbilla. Muy bien, lo dejaré pesar. Pero no creas que no me entristece. Siempre imaginé que entre vosotros había algo muy especial.
—Yo también, pero con el tiempo descubrí que estaba equivocado.

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