miércoles, 2 de septiembre de 2015

Tentaciones Irresistibles Parte 4: Capítulo 5

—Oh, me lo imagino perfectamente.
—No creo.
Pedro no conseguía asustarla, algo que le irritaba. Estaba acostumbrado a que la gente le considerara una persona intimidante.
—¿Cuándo podré hacerme la prueba de ADN? —le preguntó Paula—. Porque supongo que querrás ser tú el que contrate el laboratorio.
—Esta misma noche irá a casa alguien de un laboratorio.
—¿Y te conformarás con que me pasen un algodón por la mejilla o quieres que me partan en cuatro?
—No pretendo hacerte ningún daño —se defendió Pedro.
—No, sólo quieres que desaparezca —suspiró—. Me gustaría poder hacerte creer que sólo estoy buscando a mi padre. Necesito esa relación con él. No quiero nada de él, sólo conocerle. No soy vuestra enemiga.
—Eso sólo es lo que tú piensas —se acercó a ella, esperando hacerle retroceder, pero Paula no se movió de donde estaba—. No tienes la menor idea del lío en el que te has metido, Paula Chaves—le dijo fríamente— . Esto no es un juego. Mi padre es senador de los Estados Unidos y quizá llegue a ser presidente. Hay muchas más cosas en juego de las que puedes imaginar. No pienso permitir que lo comprometas de ninguna de las maneras. No soy el único dragón que protege este castillo, pero sí el que más debería preocuparte.
Paula se inclinó hacia él.
—No me asustas.
—Pero lo haré.
—No, no lo harás. Estás convencido de que pretendo otra cosa, y por eso quieres presionarme, pero te equivocas —se colocó el bolso en el hombro—. Respeto lo que haces. Si yo estuviera en tu lugar, actuaría como lo estás haciendo tú. Proteger a la familia me parece algo muy importante. Pero ten cuidado; procura no llevar demasiado lejos las cosas. No pareces un hombre al que le guste disculparse y odiaría tener que verte arrastrándote ante mí cuando descubras que estás equivocado.
Tenía agallas. Por lo menos eso tenía que respetárselo.
—Supongo que te encantaría verme arrastrándome a tus pies.
Paula sonrió.
—Desde luego. Pero yo por lo menos he intentado ser educada.
Paula  cruzó el salón principal del Bella Roma. Ya habían puesto las mesas, con los manteles de lino blanco y los centros de flores. Se detuvo al lado de una de ellas, tomó un par de copas y las expuso a la luz. Estaban resplandecientes.
Sólo llevaba un par de semanas trabajando en aquel restaurante, lo que significaba que todavía estaba en una situación peligrosa. La buena noticia era que el Bella Roma era un restaurante bien dirigido, con unos empleados excelentes y una carta magnífica. Y una noticia mejor todavía era que Bernie, su jefe, era un hombre con el que le encantaba trabajar.
Después de dejar las copas en su sitio, entró en la cocina, donde reinaba un controlado caos. La verdadera actividad no empezaría hasta que abrieran el restaurante veinte minutos después. De momento, se estaban ocupando de todos los preparativos. Sofía, su cuñada, y probablemente la mejor chef de Seattle, aunque era preferible no decírselo a Nick, el jefe de cocina del Bella Roma, siempre decía que el éxito o el fracaso de una cocina dependía de cómo se organizaran esos preparativos.
Sobre los quemadores del fogón habían colocado tres cazuelas enormes. El olor a ajo y a salchicha impregnaba el aire. Un cocinero cortaba verdura para las ensaladas mientras otro se ocupaba del embutido de los sándwiches y los entremeses.
—Eh, Paula —la llamó uno de ellos—. Ven a probar esta salsa.
—No es la salsa lo quieres que pruebe —gritó el otro—. Pero es demasiado guapa para ti. Lo que ella quiere es un hombre de verdad, como yo.
—Tú no eres un hombre de verdad. La última vez que vi a tu esposa me lo dijo ella misma.
—Si mi mujer te viera desnudo, se moriría de risa.
Paula sonrió, acostumbrada ya a aquel cruce de insultos. Las cocinas de los restaurantes solían ser lugares ruidosos y caóticos en los que la constante presión obligaba a trabajar siempre en equipo. El hecho de que la mayor parte de los trabajadores fueran hombres era un desafío para las mujeres que se aventuraban en ese mundo. Paula había crecido revoloteando por las cocinas de los restaurantes de la familia Chaves, de modo que era inmune a cualquier intento de impresionarla. Hizo un gesto de desdén y se acercó a revisar la lista de platos especiales que Nick había añadido al menú del día.
—Los paninis seguro que están deliciosos —le dijo al jefe de cocina—. Estoy deseando probarlos.
—Yo tengo algo mejor para ti, preciosa —dijo uno de los cocineros.
Paula  ni siquiera se molestó en volverse para ver quién estaba hablando. Agarró un cuchillo de cocina y dijo:
—Y yo tengo un cuchillo que estoy deseando probar.
Se oyó a un par de hombres gimiendo.
Nick sonrió.
—Espero que sepas utilizarlo.
—Sí, sé perfectamente cómo hacerlo.
Aquello mantuvo en silencio a los cocineros durante un buen rato. Paula sabía que siempre y cuando hiciera bien su trabajo y ellos descubrieran que podían confiar en que no haría nada que dificultara su tarea, conseguiría ganarse su respeto. Era consciente de que llevaba tiempo ganarse el respeto de un equipo de cocina y estaba más que dispuesta a esforzarse para conseguirlo.
—¿Quieres hacer algún cambio en los platos del día? —preguntó Nick con naturalidad.
A Paula le entraron ganas de echarse a reír ante lo absurdo de aquella pregunta, pero mantuvo el semblante inexpresivo. En realidad Nick no quería saber su opinión. Si intentaba dársela, probablemente la sacaría para siempre de aquel lugar. La división del trabajo era muy estricta. El jefe de cocina se encargaba de dirigir aquel espacio, el director general se encargaba de todo lo demás. La autoridad de Paula pasaba a un segundo plano en el instante en el que cruzaba las puertas abatibles de la cocina.
—No —contestó con dulzura—. Me parecen magníficos. Que disfrutes del almuerzo.
Empujó las puertas y se puso a trabajar.
Nick y ella tenían que aprender a trabajar juntos si no querían convertir las horas de trabajo en una pesadilla. Al ser ella la nueva, le correspondía demostrar su valía, cosa que estaba felizmente dispuesta a hacer.
Una de las ventajas de tener un trabajo nuevo era que la ayudaba a concentrarse. Después del encuentro con Miguel Schulz, no había sido capaz de pensar en otra cosa hasta que había cruzado las puertas del restaurante. Pedro Alfonso Schulz parecía haberse apropiado de ella; había invadido por completo su cerebro. Intentaba decirse que era un hombre carente por completo de atractivo y con el que no merecía la pena perder el tiempo, pero sabía que se estaba mintiendo. Había algo en Pedro que le llamaba poderosamente la atención. El hecho de que fuera hijo adoptado de su padre biológico añadía un nivel de confusión a aquella situación que le indicaba que tenía que huir inmediatamente de aquel hombre. Y, teniendo en cuenta los avatares de su vida amorosa durante el último año, era un consejo que debería seguir a rajatabla.
Cruzó el comedor del restaurante para dirigirse a su despacho. De camino hacia allí, pasó por la bodega, donde hizo un rápido inventario. El número de botellas coincidía con el de la lista del ordenador.

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