miércoles, 13 de julio de 2022

Tú Me Haces Falta: Capítulo 6

 —Bien, no pierdas el sentido del humor y no aguantes impertinencias de Pedro. Y si te grita... Pues párale los pies.


—No sé preocupe, lo haré. Además, cuando los hombres se ponen difíciles, he comprobado que imaginarlos desnudos ayuda.


La risa de Luciana se transformó en un ataque de tos.


—¿Cuánto tiempo va a necesitarme? —le preguntó Paula a Luciana cuando ésta última se hubo recuperado.


—Su secretaria está atendiendo a su madre, que está enferma, y la verdad es que no tengo idea de cuánto tiempo va a estar fuera. Al menos, varias semanas. Pero no te preocupes, si puedes trabajar para Pedro, podrás encontrar trabajo con cualquiera. Y con tus calificaciones, no me costará nada encontrarte otro trabajo. 


—Bien. Bueno, gracias.


—Aún no me las des. Y recuerda lo que te he dicho de pararle los pies cuando sea necesario. Y toma un taxi. No quiero que te pierdas de camino a Kensington.


—Tengo un plano de la ciudad y...


—He dicho que tomes un taxi, Paula. Le he prometido a Pedro que estarías allí por la mañana, y el transporte público de Londres no es de fiar. Le llamaré para decirle que estás de camino.


—Sí, pero...


—¡Vete ya! ¡Se trata de una urgencia! Pídele la factura al taxista, Pedro la pagará.


Paula no puso más objeciones. Hasta ese momento, nadie la había necesitado tanto como para pagarle un taxi. Si así era el trabajo en Londres, no le extrañaba que Gemma estuviera tan contenta allí. Salió de la agencia con la tarjeta con la dirección de Pedro Alfonso en la mano y, en la acera, paró uno de los famosos taxis negros de Londres. El taxi se detuvo delante de una elegante casa rodeada por una valla alta de ladrillo en una discreta plaza a jardinada de Kensington.


—Ya hemos llegado, señorita —dijo el taxista abriéndole la puerta.


Ella le pagó lo que el conductor le pidió y hasta le dió propina. El taxista le sonrió.


—Gracias. ¿Quiere la factura? —preguntó el taxista.


—Oh, sí. Gracias por recordármelo, no estoy acostumbrada a estos lujos.


Paula recogió el recibo que él le ofreció, se volvió de cara a la puerta de hierro forjado y llamó al timbre.


—¿Sí? —preguntó una mujer por el intercomunicador.


—Soy Paula Chaves—respondió ella con firmeza—. Me envía la agencia Garland.


—Gracias a Dios. Entre. 


Las puertas se abrieron. Paula no tuvo tiempo de examinar la elegante fachada de la casa de Pedro Alfonso, ni de fijarse en el pavimentado jardín, ni en los lechos de flores, ni en la estatua de bronce de una ninfa protegida bajo el nicho al pie de un estanque semicircular. La mujer de cabello cano que le había hablado por el intercomunicador estaba en la puerta de la casa instándola impaciente a que se apresurara.


—Vamos, entre, señorita Chaves. Pedro la está esperando.


La condujo a través de un espacioso vestíbulo, pasaron una curva escalinata hasta detenerse delante de una puerta de madera de paneles.


—Entre —dijo la mujer. 

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