viernes, 8 de julio de 2022

Mi Salvador: Capítulo 68

 —Si te parezco cortante, es porque estoy intentando protegerme, Pedro. No me resulta fácil verte. Tú has tenido semanas para hacerte a la idea de volver a verme. Yo he tenido segundos.


—Lo siento, tienes razón.


Pedro sonrió a la camarera que en aquel momento les traía las dos tazas de café.


—Parece que lo único que hacemos es tomar café —añadió él.


—Siempre se nos dio bien buscar motivos legítimos para vernos. Por cierto, ¿Cómo está Micaela? —preguntó después de unos segundos en silencio.


—Está bien, muy bien.


¿Por qué no iba a estarlo? Tenía a su lado al mejor hombre del mundo. 


—¿Y Federico?


—No ha vuelto desde que le conociste, pero está bien también.


Así que Federico estaba fuera de escena y Micaela estaba bien.


—Se va el ferry —dijo ella mirando hacia el puerto.


—No me importa.


—Es el último ferry del día.


—Dormiré en la playa si hace falta —dijo él encogiéndose de hombros.


—Si nos damos prisa, llegaremos a la oficina de turismo antes de que cierren —dijo Paula mirando su reloj—. Allí te informarán sobre alojamientos.


—No creo que en esta isla existan las prisas. Disfruta tu café y cuéntame qué has estado haciendo estas seis semanas.


Paula dió un largo sorbo a su café e intentó no enfadarse al ver que él se tomaba el suyo con tranquilidad.


—Estás perdiendo el tiempo.


Cuando se lo acabó, pagaron y volvieron a la oficina de turismo, a tiempo para ver cómo la cerraban. Había un gran cartel que anunciaba que cerraba a las cinco y media, y que él debía de haber visto antes.


—Estupendo, ¿Tienes un plan B?


—Puedo dejarte una manta, la necesitarás en la playa.


—Muy bien, vayamos a por ella. Te acompañaré.


Paula se dió media vuelta y enfiló hacia su casa, siguiendo el camino que bordeaba el acantilado.


—Esto me recuerda a Hobart, solo que más cálido —dijo Pedro siguiéndola.


Al poco, llegaron a casa de Paula.


—Iré a por esa manta —dijo ella subiendo los escalones que daban a la puerta de la casa.


—¿De verdad no vas a invitarme a pasar, Paula?


Ese había sido su plan desde el principio y Paula se había dado cuenta. Lo que Pedro no parecía haber pensado era que sería la primera vez que estarían a solas en un sitio cerrado.  Una casa aislada en lo alto de un acantilado no era un lugar público ni seguro, y desde luego, no era el sitio adecuado para que un hombre casado estuviera con la mujer a la que había besado apasionadamente la última vez que se habían visto. Pero no podía echarlo, así que abrió la puerta y dejó que entrara.


—Vaya, mira qué vista. Ya entiendo por qué lo llamas a esto paraíso.


A una distancia de veinte kilómetros, se divisaban las luces de la capital oeste de Australia.


—Lo era —dijo ella dirigiéndose a la chimenea para encenderla.


Pedro no se ofreció a ayudar, sino que simplemente se puso a ayudarla, anticipándose a lo que pudiera necesitar. Al cabo de unos minutos, se oía el crepitar del fuego. Paula se fue a la cocina, abrió la botella de vino tinto que había dejado en la encimera y se sirvió una copa. Luego le ofreció una copa vacía a él.


—No, gracias —dijo Pedro sacudiendo la cabeza.


—¿Qué pasa? —preguntó ella al ver su expresión de extrañeza.


—Acabo de darme cuenta de que nunca te había visto bebiendo alcohol.


—¿Te preocupa que me hayas empujado a hacerlo?


—No, pero me recuerda lo poco que nos conocemos.


—Entonces, no puedes quedarte a dormir. 

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