viernes, 4 de septiembre de 2020

Culpable: Capítulo 48

 –Nuestro asunto no ha terminado.


–Será el tuyo, no el mío.


Se dió cuenta de que aquello era lo único que le importaba. Firmar aquel contrato. Vender su alma y dejar a un lado su única oportunidad de demostrar su inocencia. Eso era lo único que contaba. Ella era tan solo un problema para Pedro, un problema que tenía que solucionar. Por eso se había mostrado tan amable con ella.


–Me marcho –afirmó controlando sus sentimientos.


–Te marchas porque tienes miedo.


–¿Miedo? ¿Yo?


–Sí, tú. 


El miedo se apoderó de Paula. ¿O acaso era excitación? Lo miró fijamente, incapaz de apartar la mirada de él. Lo que vió la puso muy nerviosa. Él tenía los ojos entornados, tan amenazantes como un cielo de tormenta y tan penetrantes como una daga. Trató de respirar, pero no pudo.


–Yo soy la amenaza para la sociedad, ¿Te acuerdas? La gente tiene miedo de mí.


La amargura con la que ella había hablado destruyó las buenas intenciones de Pedro. La empujó hasta que la tuvo inmovilizada contra la pared. Observó atentamente su rostro y, en silencio, lanzó una maldición. Se negaba a permitir que ella volviera a esconderse tras las barreras. Ella le había permitido que descubriera la cálida y vibrante mujer que en realidad era. De repente, le pareció que lo que había entre Paula y él era tan importante como la reverencia que sentía por la memoria de su hermano.


–¿De qué es lo que tengo miedo? –le espetó ella, en tono desafiante.


–De esto.


Pedro le agarró la mandíbula con la mano izquierda y aplastó la derecha contra la pared, justo al lado de la cabeza de Paula. Entonces, la besó con toda la fuerza contenida de su furia y su deseo. Los sentidos estallaron en una explosión de placer. El dulce aroma de Paula le llenaba los sentidos. Su cuerpo era una provocación. Oyó que ella se tragaba una expresión de sorpresa y la convertía en un gemido de placer que lo excitó aún más. Paula se echó a temblar y se arqueó contra él, arrebatándole así el último pensamiento coherente. La besó profunda y apasionadamente, pero, cuanto más la besaba, más necesitaba. Quería todo lo que ella pudiera ofrecerle. Paula lanzó un gemido que parecía expresar perfectamente su rendición y abrió más la boca, atrayéndolo más profundamente con una caricia de su propia lengua. El deseo se apoderó inmediatamente de Pedro. Había acumulado tanto a lo largo de los días que un simple beso no podía satisfacerlo. Bajó la mano y comenzó a acariciarle uno de los senos. Ella se tensó, pero luego comenzó a mesarle con desesperación el cabello, reteniéndolo contra su cuerpo mientras lo besaba con una pasión que turbaba los sentidos de Pedro. Él le apretó el seno, que le cabía perfectamente en la mano. Pensó si debería seguir por aquel camino, pero Paula se apretó contra él y le hizo perder el poco control que aún tenía. Estaba ardiendo. Fuego en vez de sangre era lo que parecía tener en las venas. El deseo atenazaba cada centímetro de su cuerpo. Con celeridad, le desabrochó la camisa y tiró del sujetador hasta colocárselo por debajo del pecho. La piel de Paula era seda y fuego. La mano de Pedro temblaba mientras jugaba con el pezón. Entonces, oyó un gemido que marcaba claramente la rendición de ella. Él quería darse un festín con aquel pecho, lamerle el pezón y observar cómo ella se retorcía de placer. Sin embargo, no tenía paciencia. 

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